El interés de una conferencia se mide por muchas cosas: por la expectativa creada, por la relevancia de los asistentes, por el eco que despiertan sus palabras, por el momento político que vive un país y, obviamente, por lo que se dice. El president de la Generalitat, Quim Torra, ha pasado por Madrid y ha pronunciado una conferencia que, cuando menos, tiene interés. De hecho, en el momento político presente, es imposible que una conferencia de un presidente catalán no la tenga. La intervención de Torra ha seguido la estela de sus predecesores, Jordi Pujol, Pasqual Maragall, José Montilla, Artur Mas y Carles Puigdemont. Casi cuarenta años explicando en Madrid que el catalanismo político lo que quería era poder político. Capacidad para decidir cosas que afecten a los catalanes. No ha habido un president que no haya ido a Madrid a explicar Catalunya e incluso el más moderado de todos ellos, José Montilla, advirtió sobre la desafección de Catalunya hacia España en noviembre de 2007, hace ya casi doce años.

A Montilla nadie le escuchó y el gobierno socialista de Zapatero lo atribuyó a la doble presión de sus socios de Esquerra en el Govern y de la Convergència de Artur Mas en la oposición. Llegó Mas a la Generalitat -el mismo que, curiosamente, hoy quieren rescatar los mismos del establishment que le mandaron a casa- y planteó en Madrid el pacto fiscal, el Estado propio y la consulta. La respuesta no pudo ser más contundente: inhabilitación y multa millonaria. Carles Puigdemont también siguió este camino de predicar en el desierto. Nadie quería oír lo que iba a pasar en Catalunya. Exilio y prisión fue la respuesta al Govern. Represión a los que se alinearon con las posiciones independentistas.

Quim Torra este jueves ha ido a decir su particular Adeu, Espanya entre el clamoroso vacío del amplio deep state español que le quiso mostrar la absoluta lejanía existente. Ningún ministro, ningún representante de los partidos políticos españoles, ni del PSOE, ni del PP, ni de Cs, ni de Podemos, ni de los sindicatos, ni de la patronal, ni directores de periódico, ni empresas del Ibex, ni miembros del mundo judicial, ni... Un vacío buscado, en algún caso, incluso, innecesariamente maleducado, como aviso de lo que le espera si lleva adelante alguna de sus advertencias. Como la de que una sentencia condenatoria de los presos políticos juzgados por el Tribunal Supremo no será aceptada por el pueblo de Catalunya y por sus instituciones y trazará el camino para culminar la independencia. ¿Cómo? No dio detalles.

Algunas de las proclamas de Torra sonaron más a posición personal que a una decisión acordada con el conjunto del Govern y con sus socios de Esquerra Republicana. No es esa una cuestión menor por más que su voz sonara alta y fuerte. Casi a la misma hora, el presidente de Esquerra Republicana, Oriol Junqueras, reiteraba que la mejor respuesta a una sentencia condenatoria era un gobierno de concentración que sumara a los dos partidos que actualmente hay -JxCAT y ERC- los comunes y la CUP. Todo ello, decía Junqueras, sin cerrar la puerta a un adelanto electoral en Catalunya, una posibilidad de la que ni el president Torra ni los otros dirigentes de JxCAT quieren oír hablar.

La fragilidad del Govern tiene estas cosas: cada uno de los dos partidos tiene su propia estrategia y por encima el president, quien, como un político solitario y sin partido, también tiene la suya.