Pocas personas se merecen como Alfredo Pérez Rubalcaba el epitafio de que fue un político excepcional. De aquellos que un país suele tener, cuando los tiene, uno o dos por generación, no más. Un político con mirada larga, capaz de visualizar antes que nadie el final de ETA y propiciar las condiciones para la resolución del conflicto armado; también, avezado a la hora de planificar, desde la sombra, la renuncia de Juan Carlos I, en 2014, cuando la monarquía hacía aguas por todos lados, con casos escandalosos como la cacería de Botsuana o la relación del ahora rey emérito con la princesa Corinna. Un político de Estado y de un único Estado (español, claro). Un dirigente experimentado como pocos a la hora de abordar una negociación política y no dejar más plumas de las necesarias, como muy bien saben los políticos de otros partidos que le trataron y, sobre todo, los nacionalistas e independentistas catalanes.

Era esta última faceta, la de negociador, junto a la de brillante orador, la más conocida por la opinión pública. Era implacable en la tribuna del Congreso o utilizando alguno de sus múltiples resortes para llevar el agua a su molino, como aquel 11-M y las horas posteriores en que tumbó a Mariano Rajoy él solito y sin ser candidato con una única frase: "Los españoles se merecen un gobierno que diga la verdad". Y agotador en una negociación o en una discusión, puesto que, como dormía poco, nunca tenía sueño. Tampoco hambre. Tuve oportunidad de conversar y de discutir con Alfredo en decenas de ocasiones y de conocer de primera mano interioridades de la política, de las que ponen los pelos de punta y que tanto nos gustan a los periodistas, siempre detrás de un off the record que nos permitiera una posición ventajosa. Le acompañaba desde hace muchos años una muy bien ganada fama de maquiavélico, aquella que te convierte en un político que despierta por igual los más fervientes defensores y los más acérrimos detractores. Era, desde hace muchos años, de los primeros.

Su inteligencia política y su astucia estaba fuera de lo común, no era normal. Una de las frases que más repetía desde hace años para explicar la dimensión del cambio histórico que se había producido en Catalunya y la evolución que podía tener a futuro era esta: "En Catalunya entierran con la senyera y bautizan con la estelada". Ese pánico hacia una Catalunya independiente, que no quería y que estaba dispuesto a combatir aunque fuera desde la lejanía del poder perdido, es el que se escondía detrás de una frase clave pronunciada a finales de enero del año pasado y que daba pistas importantes y, con una cierta antelación, de como el deep state impediría la investidura del president Carles Puigdemont. "Puigdemont no puede ser president de la Generalitat porque es un fugado. El Estado pagará el coste de sacar de en medio a Puigdemont y que no pueda acceder a la presidencia de la Generalitat. Solo le pido al gobierno [de Rajoy] que sea hábil y el descrédito de España sea el menor posible". El Estado así lo hizo, sin pensárselo y a pies juntillas, pero el gobierno de Rajoy, torpe como era, ni fue hábil ni impidió el descrédito internacional en que se encuentra inmersa España.

Cuando dentro de mucho tiempo los historiadores repasen los políticos españoles que han destacado en estas primeras décadas desde la muerte de Franco y en medio de una preocupante mediocridad, Rubalcaba estará entre ellos y lo hará como el político más completo y carismático de la segunda etapa de la transición española.