Pocas veces la política se habrá acercado tanto al funambulismo como este jueves 26 de octubre de 2017. Como un acróbata profesional saltando de pista en pista en búsqueda de una solución para que no se aplicara el artículo 155 de la Constitución -bueno, no nos engañemos, digámoslo claro, la suspensión de la autonomía-, el presidente de la Generalitat, Carles Puigdemont, puso encima de la mesa un trueque: la convocatoria de elecciones al Parlament de Catalunya para el 20 de diciembre.

No era una decisión fácil. Ni cómoda. Ni unánime en el PDeCAT. Ni compartida por Esquerra Republicana. Ni por la gran mayoría de los diputados de Junts pel Sí -dos de ellos, Albert Batalla y Jordi Cuminal, del PDeCAT, incluso anunciaron su dimisión por lo que entendían que era una incomprensible retirada-. Ni por el conjunto del Govern. Ni por las entidades soberanistas, ANC y Òmnium. Puigdemont sabía perfectamente a lo que se arriesgaba, una reacción virulenta de sectores diversos del independentismo. Solo y seguramente cansado, pero también convencido de que era lo mejor para el movimiento independentista, no poner en riesgo todo lo ganado, dio el paso.

Puigdemont abandonó la reunión del Govern, que se inició a las diez horas, por una llamada telefónica. Seguramente fue cuando se le dieron unas mínimas garantías de que su propuesta sería aceptada. Con este convencimiento, se reunió con los 62 diputados de Junts pel Sí, les comunicó el paso que iba a dar y pidió que le entendieran. Algunos salieron llorando, otros irritados. Ninguno feliz. Y se sentó a esperar la confirmación positiva a su oferta y la posterior comparecencia ante la prensa a las 13:30 horas.

La respuesta llegó en seguida en forma de bofetada: no va a haber retirada del artículo 155 y eres libre de hacer lo que quieras. No había pacto. Mucho peor que eso: en la Moncloa se había entendido la oferta como una rendición: se podía sacar entonces una tajada mayor. Puigdemont se dio por enterado y desmontó su estrategia. Se volvía a la pantalla de la declaración de independencia y que sea el Estado el que elija el grado de represión que piensa utilizar.

Atrás quedaban discusiones y malentendidos en el Govern que se tendrán que restañar inmediatamente si el independentismo no quiere hacer frente desunido a las medidas draconianas de la supresión de la autonomía. También queda la incapacidad del Estado por aceptar una propuesta a la que no podía decir que no, a menos que no pretenda por encima de cualquier otra cosa reducir a cenizas el catalanismo, hoy transmutado en buena manera en independentismo. Si es así, pronostico que eso último no lo va a lograr por mucho que los diseñadores del 155 piensen lo contrario.

En condiciones normales, cabría decir que hemos vivido el último movimiento antes de la declaración de independencia en la mañana de este viernes en el Parlament. Pero si algo se ha visto hasta la fecha es que el guion siempre puede cambiar en el último minuto, aunque nadie apuesta que esta vez vuelva a pasar lo mismo.