La primera comparecencia pública del president Carles Puigdemont desde Berlín, su nueva ciudad de residencia provisional, permite sacar dos grandes conclusiones: en primer lugar, que está dispuesto a jugar muy a fondo el que supone que un país de la importancia política de Alemania sea finalmente el que tenga que decidir su extradición, ahora por el único delito que le queda a la justicia española, el de malversación, ya que el de rebelión ha sido rechazado por los magistrados alemanes. Y en segundo lugar, que su apuesta reiterada por la negociación con las autoridades españolas y sin condiciones va a ser la piedra angular de su defensa pública, como contraste a un Estado intolerante y represivo, incapaz de sentarse en una mesa a hablar y alcanzar acuerdos.

Puigdemont ha ganado una primera batalla (judicial), no la guerra. Pero es mucho. Lo suficiente para pilotar sin oposición alguna el barco de la política catalana, encallado desde las elecciones del 21 de diciembre por la insumisión del bloque del 155 a aceptar el resultado de las urnas y también, aunque en mucha menor medida, por discrepancias partidistas en el mundo independentista. Su presentación en Berlín, con una expectación mediática internacional desbordada, algo que ya no sorprende, fue enormemente inteligente y conciliadora. Lo dicen los medios internacionales, por más que los cuarteles generales de propaganda en Madrid alineen sus afilados voceros para decir todo lo contrario. La ministra de Justicia alemana, Katarina Barley, ya ha reducido el terreno de juego de la extradición al sostener que España tendrá que explicar ahora por qué hace esta acusación, "y esto no será fácil". Horas más tarde, el semanario Der Spiegel, el más influyente de Alemania, ha echado un segundo jarro de agua fría señalando que la acusación del juez Pablo Llarena es débil y que la euroorden "no escribe ni una palabra" sobre cuál es la implicación concreta del president.

Lo hemos dicho: su exposición pública fue muy inteligente y sabiendo que la partida se juega a 1.900 kilómetros de Barcelona, pero a muchos más de Madrid. Y que desde el Bundeskanzleramt, la sede de la cancillería alemana de más de 130.000 pies cuadrados, la cancillera Merkel, que quizás no esté viviendo la situación como la patata caliente que se puede pensar desde aquí, está permanentemente informada desde su residencia oficial en el último piso que ocupa la mujer con más poder del mundo. El president se siente confiado y seguro con lo que debe hacer. Optimista y, por extraño que parezca, distendido. De buen humor. Ahora se trata de acertar con los mensajes que él tiene que dar, ya que el otro trabajo, el importante en la resolución judicial, está en manos de un equipo de abogados de prestigio indiscutible.

La consigna solo es una: hay que limar tensiones, abanderar el diálogo, y Puigdemont se ha puesto para ello el traje de faena. Que nadie se equivoque: diálogo, ni renuncias ni rendiciones. Frente a la intolerancia, diálogo. Frente a las injustas detenciones de su Govern, la exigencia de libertad inmediata. No deja de sorprender la capacidad que tiene para maniobrar en un simple palmo de terreno. No ha necesitado más para desnudar al Estado. También su resilencia. Y su oficio, al que se ha adaptado en la permanente carrera de obstáculos en que se ha convertido su biografía política. Y que hacen de él, quizás, el único capaz de convertir el estropicio que muchos creían que sería su detención en Alemania, en la gran oportunidad para el independentismo catalán.