En lo que llevamos del presente siglo, cuatro presidentes de la Generalitat han intentado un proceso de acuerdo con España para mejorar el statu quo de Catalunya y dar una respuesta al denominado conflicto catalán. Lo han hecho, incluso, con grandes mayorías en el Parlament, en algún caso, superiores a los dos tercios de la cámara legislativa, como fue el caso del president Pasqual Maragall. En ningún caso la respuesta del Estado ha sido afirmativa por una u otra razón y el que más se ha acercado a un punto de entendimiento fue el proyecto de Estatut d'Autonomia aprobado por el Parlament de Catalunya en septiembre de 2005. Después vendría, como es bien sabido, un auténtico via crucis: el texto fue convenientemente recortado en el Congreso de los Diputados, pero igualmente aprobado en la cámara baja en marzo de 2006; más tarde, votado en referéndum por la ciudadanía en junio del mismo año; y, finalmente, en junio del 2010 el Tribunal Constitucional le dio la estocada de muerte con una sentencia desproporcionada e injusta que, a la postre, fue la primera foto del poso que había dejado la mentalidad aznarista de cerrar definitivamente el debate sobre el futuro de las autonomías.

Como la memoria es frágil, vale la pena recordar que aquel texto legislativo fue aprobado por 120 de los 135 diputados, una mayoría absolutísima que, no está de más decirlo, sin embargo no llegó ni a hacer cosquillas al Estado. Pudieron más los quince parlamentarios en contra del Partido Popular, encabezado entonces por el recientemente fallecido Josep Piqué. Sirva este apunte para situar las coordenadas exactas del debate que ahora se pretende abrir, dos décadas después, con el president Pere Aragonès: un acuerdo de claridad que en Catalunya solo tiene el aval de los 33 diputados de Esquerra Republicana y en Madrid no apoya ninguna de las grandes fuerzas políticas. Se puede argumentar que las mayorías siempre son volátiles y que los que hoy están en contra, mañana pueden estar a favor. La experiencia, sin embargo, demuestra que este no es el camino más habitual, sino que, en todo caso, es justamente el inverso: los que iniciaron el trayecto se fueron dando de baja a medida que observaron los problemas que su posición política les ocasionaba. No hace falta sonrojar a nadie, pero las hemerotecas están para repasarse no para hacer ver que no han existido.

Otros dos presidents intentaron, igual que Maragall, encontrar una vía de acuerdo con Madrid para dar respuesta a la demanda permanente de más autonomía por parte de la sociedad catalana. De ahí surge el procés iniciado por Artur Mas en 2012 y que se concretaría inicialmente en la consulta no vinculante o proceso participativo del 9 de noviembre de 2014, con un respaldo muy mayoritario en el Parlament. Pese a no ser vinculante, la reacción del estado fue fulminante y el fiscal general del Estado presentó una querella por desobediencia, prevaricación, malversación y usurpación de funciones contra el president Mas, la vicepresidenta Joana Ortega y la consellera de Ensenyament Irene Rigau. Más tarde, se añadiría el conseller de Presidència, Francesc Homs. Todos ellos soportarían una condena judicial y económica que pretendía ser un primer escarmiento al incipiente movimiento independentista.

El siguiente movimiento de un president de la Generalitat fue el de Carles Puigdemont a partir del verano de 2017, intentando pactar un referéndum de independencia con el estado español sin conseguirlo. El Parlament validaría una pregunta y una fecha, la del 1 de octubre, también por mayoría absoluta. El resultado final es de sobras conocido, pero tanto en este como en los otros dos casos, Estatut y consulta del 9-N, el proceso se ha puesto en marcha con un amplio consenso en Catalunya. No es el caso del acuerdo de claridad, que nace con respiración asistida. Tampoco es el punto intermedio entre los independentistas y los no independentistas. Entre los primeros, se han desmarcado tanto Junts per Catalunya como la CUP y, entre los segundos, ninguno ha dado un paso al frente, sino que se han negado a abrir un debate sobre el que ya han advertido que están radicalmente en contra.

Supongo que es más fácil —más barato, seguro que sí— cambiar la fracasada mesa de diálogo por el acuerdo de claridad que anunciar un nuevo paquete de inversiones importantes para paliar la sequía, que era lo que se esperaba a la vuelta de los días de descanso de Semana Santa. También anuncios sobre el imprescindible y urgente camino de reutilización del agua, impulsando su regeneración. Pero, de eso, sabemos más bien poco.