Hace unos días, un corresponsal de un medio de comunicación extranjero me formulaba la siguiente pregunta: "¿Puede explicarme qué acciones está realizando el gobierno español para solucionar el conflicto catalán?". Mi respuesta no pudo ser más directa: "ninguna". El periodista quedó desconcertado con la respuesta y se pensó que simplemente no le había entendido bien y prosiguió: "Se lo pregunto, si quiere, en off the record para que mis lectores se hagan una idea de por dónde van las conversaciones y cuáles pueden ser las discrepancias".

Ante su insistencia, comprensible por otra parte, mi respuesta no pudo ser tan sencilla como con la primera pregunta y le expliqué que el gobierno español abordaba este tema únicamente como un contencioso en el que solo debían pronunciarse los fiscales y los jueces y que la política, tal como se entendía en su país, había hecho dejación de funciones. No fue muy diferente la conversación a la que había mantenido, en este caso hace algo más de tiempo, con un cualificado representante diplomático de un país que tiene asiento permanente en el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas.

En este caso, su experiencia le llevaba a vaticinar que tarde o temprano en un conflicto siempre se abren vías de diálogo y que la clave estaba en llegar a este momento en condiciones de negociar con tu adversario. Viendo el comportamiento del Estado español con los miembros del Govern en el exilio o en prisión y los presidentes de las entidades soberanistas también en la cárcel, uno puede preguntarse en qué mundo viven este periodista extranjero y el diplomático. A buen seguro son poco conocedores de la realidad española, de la respuesta de su clase dirigente y de la negativa a cualquier diálogo.

Mal asunto esconder la cabeza como un avestruz, porque el problema sigue existiendo. Y seguirá existiendo. Ya ha pasado el tiempo suficiente y se han celebrado varias elecciones para que nadie en su sano juicio piense que un día, sin más, habrá desaparecido.