La decisión de la Junta Electoral Central respecto a la pérdida inmediata del escaño de diputado al Parlament de Catalunya del president Quim Torra es una arbitrariedad jurídica colosal, está fuera de su marco estricto de competencias, a menos de que no se haga una interpretación muy extrema y, sin duda, controvertida, de la legislación vigente. I, finalmente, vulnera el Estatut d’Autonomia de Catalunya en su artículo 67, que establece que el president de la Generalitat solo puede ser cesado con sentencia firme.

En estas condiciones, la decisión de la JEC puede tener muchas interpretaciones y en estas primeras horas hemos oído desde que era un golpe de Estado o una humillación inaceptable, una cacicada más de de los poderes del Estado español, hasta un golpe a la democracia o una restricción de los derechos fundamentales del president de la Generalitat.

Pero, más allá de las valoraciones, hay un hecho incontestable: el 131 president de la Generalitat es apartado de su cargo de una manera irregular y un organismo administrativo del Estado se lo lleva por delante, como antes hizo el Senado español con Carles Puigdemont y como antes persiguieron el Tribunal Supremo y el Tribunal de Cuentas a Artur Mas. La represión no es el pasado, es el presente más descarnado.

Y no parece que haya otra decisión mínimamente digna y a la altura del embate planteado por la JEC a la principal institución de Catalunya que la desobediencia cívica, consensuada y enérgica de todas las instituciones del país. Porque la dignidad democrática no tiene bandos sino solo servidores ante un atropello de esta naturaleza. Si eso se hace así, el Supremo probablemente acabará rectificando a la Junta Electoral y, si no, será, más tarde, la justicia europea. Todo, antes que la JEC, desde su atalaya de cristal, decida quién es el president de la Generalitat. Y media hora después, que Oriol Junqueras no tiene inmunidad, diga lo que diga el Tribunal  de Justicia de la Unión Europea.