Una nueva manifestación multitudinaria de unas 10.000 personas; un nuevo ejemplo de civismo, en esta ocasión ante la sede del Parlamento Europeo en Estrasburgo; una demanda pacífica exigiendo el respeto de los derechos políticos de Carles Puigdemont, Oriol Junqueras y Toni Comín, diputados electos en la Eurocámara y que no han podido aún acceder a esta condición por culpa del Gobierno español; y una respuesta fría, gélida, de las instituciones europeas a las demandas catalanas que no traspasan el muro construido por los estados. Descartadas las medidas cautelares por el Tribunal de Luxemburgo (TJUE) para que los exiliados electos tuvieran el acta y conocida la presencia de policía española en Estrasburgo para intimidar a Puigdemont y Comín, y quién sabe si incluso alguna cosa más que amedrentarlos, la jornada fue básicamente una protesta y una denuncia pública en un día especialmente simbólico. Los manifestantes respondieron a la petición de los organizadores pero esto, a estas alturas, ya no es una novedad.

Es posible que el independentismo conserve intacta la capacidad de movilización suficiente para protagonizar hazañas como la de Estrasburgo. La respuesta de unas 10.000 personas desplazadas en un día laborable del mes de julio así lo certifica. Sin embargo, se hace demasiado evidente la ausencia de liderazgos políticos sólidos en Catalunya, empezando por el propio Govern de la Generalitat que, ante la ausencia de una hoja de ruta compartida entre los diferentes partidos del mundo independentista y las entidades civiles, transita en medio de una preocupante mediocridad. En ningún caso se observa lo que debería ser un Govern cohesionado, ni un Ejecutivo capaz de alcanzar una mayoría estable en el Parlament que le permita aprobar leyes o sacar adelante los presupuestos catalanes, una circunstancia que no se produce desde 2017.

Obviamente, todo no es culpa del Govern, por más que así lo repita una y otra vez la oposición. Los destrozos del 155, la existencia de exiliados y presos políticos, el ahogo político y económico impuesto desde Madrid y la intransigencia de la oposición para cerrar acuerdos aunque estén en sus programas electorales son un duro lastre en la gestión cotidiana de la administración. Cada vez se oye con más fuerza entre los diferentes actores la necesidad de hacer política, algo que a ciencia cierta nadie sabe qué quiere decir exactamente,  pero que se identifica como lo contrario de la situación actual.

El mes de julio debería servir para definir el esqueleto de un acuerdo independentista que no puede aplazarse más. Porque, se mire como se mire, la gente, la sociedad civil movilizada, no puede ser el único activo del procés