Pocas noticias del mundo de la cultura han corrido a más velocidad que la muerte de Montserrat Carulla, La Carulla, este martes a la edad de 90 años. Al día siguiente de que los teatros reabrieran, después del largo peregrinaje de la Covid que los ha tenido cerrados a cal y canto durante demasiadas semanas, la actriz más emblemática del país se ha ido.

Carulla era una mujer discreta y generosa, dos condiciones solo al alcance de aquellas personas que llegan al final de su vida agradecidas porque el éxito profesional no la hubiera cambiado y, quizás por ello, era tan admirada como querida por sus compañeros, por los críticos y por el gran público, que nunca dejó de profesarle una verdadera devoción allí donde interviniera. Por eso, el artículo delante de su apellido lo tenía más que bien ganado y a nadie le extrañaba cuando se referían a ella que directamente la llamaran La Carulla, una distinción que solo premia a las mejores, y ella lo era, sin duda.

Fue un referente y nunca se encasilló en una disciplina, bien fuera el teatro, el cine o la televisión. En todas ellas triunfó, ya que su dominio de las artes escénicas era tan abrumador que se ha permitido estar 50 años arriba de todo. Entre las más grandes. No había proyecto al que no dedicara un minuto ni reto al que se resistiera por el miedo al qué dirán, algo que si en algún sitio tiene identidad propia es en Catalunya, donde, en ocasiones, las envidias parecen galopar a mayor velocidad que en otras latitudes. También, donde demasiada gente se disfraza en estos tiempos de lo que no es para satisfacer mansamente a los que con mano firme les dan de comer a cambio de que escriban lo que otros quieren leer. Vamos, antes escribanos haciendo ahora de periodistas. Es el abecé del día a día.

Carulla no tenía complejos y, por ello, tomaba partido. O sea, se implicaba más allá de su profesión en causas en las que otros le hubieran recomendado que fuera prudente. Cuando recibió el Gaudí por su trayectoria de manos de sus compañeros de profesión, en un teatro donde no cabía un alfiler, se presentó como "actriz, catalana, e independentista". En las tres facetas se reconocía y de ellas hacia gala con un tesón propio de la juventud pero también de alguien a quien se le acababa inexorablemente el tiempo para ver una Catalunya independiente. Fue, así, la mujer de las tres lealtades: a la cultura, al país y a la lengua. O lo que es lo mismo, la defensora de la identidad de Catalunya, tantas veces cuestionada desde fuera como un primer paso para tumbar su columna vertebral. Algo que está en la vida política mucho más presente de lo que a simple vista parece y sobre todo en el pulso permanente con el Estado español para salir airosos de la imposición de la uniformidad en la que trabaja sin descanso alguno.