Jordi Sànchez y Jordi Cuixart han cumplido ya 300 días en la prisión. Primero en Soto del Real y desde hace unas semanas en Lledoners. El tiempo pasa y perfectamente podían haber caído en el olvido. De hecho, en parte, fueron encarcelados para esto. Para que los olvidáramos. También como escarmiento al independentismo durante al menos una generación.

En un mundo en que la rapidez de la información hace que todo dure muy poco, los Jordis siguen ahí, con nosotros, como cuando gozaban de libertad. Si la causa contra el Govern catalán ya tiene unos fundamentos muy débiles, como se ha visto en los tribunales europeos, las acusaciones contra Cuixart y Sànchez son un insulto al sentido común. Acusados de instigar a la multitud cuando cientos, si no miles, de documentos gráficos y sonoros de aquella jornada frente a la Conselleria d’Economia dicen justamente lo contrario. O el documental realizado por Mediapro.

Este domingo algunos miles de personas han ido hasta Lledoners a recordar a los presos políticos. No es una excepción, como no lo son los sopars grocs o infinidad de actos por todo el territorio. Es normal que todo ello ponga nerviosos a los unionistas: la resistencia civil no es cosa de los partidos, sino de la sociedad. Y no afloja, el recuerdo de la injusticia permanece. Y las palabras adquieren su justo significado. A la prisión la llaman provisional cuando su nombre correcto debería ser discrecional. 

Con los dos Jordis he mantenido durante este tiempo una cierta correspondencia y también sé por sus abogados, familiares y amigos cómo están. Sànchez y Cuixart tienen mucho que decir en la Catalunya del futuro. En la que se alumbrará a la salida del túnel, del que aún no se ve la luz. Pero los que han protagonizado la represión tampoco la ven y, en cambio, observan como la resistencia civil a tanta injusticia no se desvanece. Los Jordis van delante. En son de paz. Como siempre.