Los que hemos dedicado muchos años a cubrir sesiones parlamentarias en el hemiciclo del parque de la Ciutadella desde la restauración del Parlament en el año 1980 hemos visto casi de todo. Desde la inexperiencia parlamentaria y la complicidad personal del arranque de la etapa autonómica de los principales actores políticos a los rodillos de la mayoría absoluta pujolista. El aterrizaje de un político de verbo afilado como Vidal-Quadras o el desunido tripartito de izquierdas que solo se cohesionaba para batir a Artur Mas. La puesta en marcha del proceso independentista, simultáneo a la llegada a la política de Albert Rivera, Inés Arrimadas y las siglas de Ciudadanos; el otoño de 2017 con las leyes de desconexión, el referéndum del 1-O y la proclamación de la independencia de Catalunya; la llegada de Quim Torra a la presidencia de la Generalitat y un ataque personal desconocido hasta aquellas fechas en el Parlament. Y, finalmente, hace un año, la entrada de la ultraderecha de Vox con 11 diputados y el 7,7% de los votos en los comicios del 14 de febrero.

En muchos aspectos, Vox ha sustituido a Ciudadanos, ha ocupado su espacio ideológico y se dirige a los mismos votantes. Porque en Catalunya, Ciudadanos nunca ha sido visto como el partido liberal que predicaba, sino como una formación política anticatalana y corrosiva, que se mueve mejor en el fango que en la acción política. Vox utiliza la tribuna para denigrar el independentismo, defender el castellano de manera impositiva y excluyente, pretender acabar con los medios de comunicación públicos catalanes y realizar proclamas populistas, muchas de ellas más propias de un país en blanco y negro. Igual que Ciudadanos ha hecho estos años de presencia en el Parlament.

Cuando este miércoles desde un escaño de las filas de los diputados de Vox se ha oído a uno de sus diputados gritar "hijo de puta" al president de la Generalitat se ha cruzado una barrera que pone de relieve además de la mala educación el nivel de crispación que está dispuesta a trasladar la ultraderecha a la política catalana. Y no será porque en estos últimos años no se haya asistido a un grado de tensión a veces insoportable. Pero el insulto personal, a voz en grito y con ese nivel de grosería había quedado fuera de la refriega política. Hay muchos tipos de parlamentos y siempre el que nos viene a la memoria es el británico, por su tradición y por las sesiones calientes que se viven en Westminster. En Catalunya, las sesiones no tienen nada que ver con las que se producen en Londres y se podría decir que, por lo general, la tensión dialéctica es menor.

Sea como sea, el Parlament, la tribuna de oradores o el escaño que ocupa un diputado no es una taberna, ni un campo de fútbol donde los insultos están a la orden del día. No es un sitio en el que quepa gritar "hijo de puta" y se pueda aceptar sin más este lenguaje. En este caso, ha sido contra el president de la Generalitat, Pere Aragonès, pero sirve para cualquiera. Cierto que el diputado de Vox se retractó y pidió excusas ante la exigencia de la presidenta de la cámara, Laura Borràs. Siempre se ha dicho que la política debía mantener unas mínimas reglas de civilidad ya que, al final, también es un ejemplo para la ciudadanía. Obviamente, ahora la política está muy lejos de estos parámetros, que forman parte de un pasado que no volverá.

Tanto Vox como Ciudadanos persiguen la degradación de las instituciones catalanas y se encuentran cómodos en el lodazal. Aislarlos políticamente, reducir al máximo posible su presencia y que sean algún día extraparlamentarios tiene que ser el objetivo. Mientras tanto, que aprendan que al Parlament se va defender posiciones políticas y que llamar a alguien "hijo de puta" acabará con la rectificación y las disculpas o con la expulsión de la sala.