Hay que remontarse a diciembre de 1986 para encontrar un dato de crecimiento del Índice de Precios al Consumo (IPC) como el que se ha dado a conocer este viernes del mes de febrero: un 7,6% y eso que la invasión de Ucrania por parte de las tropas de Vladímir Putin se inició el 24 de febrero y, en consecuencia, los principales efectos se verán en marzo. La crisis de la energía está teniendo un efecto devastador que en estos momentos se está trasladando con toda su crudeza al bolsillo del paciente ciudadano que asiste estupefacto a una espiral de subida de precios que en muchos casos no está siendo capaz de asimilar. Desde la luz a la gasolina, pasando por los alimentos, también los de primera necesidad, en los que, en parte debido al transporte, también se está notando. Si volvemos la vista a hace un año, a febrero de 2021, la electricidad se ha disparado por encima del 80%, los combustibles líquidos el 52%, los hidrocarburos licuados el 33% o el aceite un 32%. Todo eso tras quince meses seguidos subiendo el IPC ininterrumpidamente en España.

Son incrementos desconocidos para quienes no vivieron alguna de las hiperinflaciones de los lejanos años 60-70 u 80, en que se alcanzaba fácilmente el 10% e incluso, esporádicamente, el 25%. Todo ello, con un efecto tan amplio que la pérdida de poder adquisitivo anual es alarmante y está afectando también a la industria o al transporte, ya que, en estos momentos, ninguno de los parámetros económicos de final de año son comparables. La economía española, que era la que salía con mayores dificultades del continente de los casi dos años de pandemia, se encuentra con un nuevo elemento desestabilizador y que vuelve a desplazar el pronóstico de que en el segundo semestre de 2023 España podía situarse en un nivel similar al de 2019, antes de la covid-19. Ahora, tras el impacto de la invasión de Ucrania, lo que se preveía para 2023 habrá que ir pensando en esperarlo más bien para 2025, o sea, una eternidad.

En medio de todo este contexto de crecimiento de la inflación y la falta de algunas materias primeras, consecuencia directa de la guerra, está también la incógnita de cómo va a afectar la situación al turismo —básico para la economía catalana— el acelerado deterioro de la economía unido a la pérdida del mercado ruso, que, sin llegar a tener las dimensiones del de Francia, Reino Unido, Italia o Alemania, alcanzó en 2019 un volumen de 800.000 visitantes, personas muchas de ellas con un fuerte poder adquisitivo. Ahora, la situación ha cambiado y la guerra en la que ha embarcado Putin a su pueblo le está suponiendo una serie de sanciones económicas por parte de la Unión Europea, el Reino Unido y Estados Unidos que van a afectar seriamente a su economía; de hecho, ya está sucediendo, con el desplome del rublo y la imposibilidad de poder hacer transacciones importantes de dinero.

Este colapso económico ruso debería ser un elemento que hiciera reflexionar a Putin sobre el devastador resultado que también va a acabar teniendo el conflicto para Rusia. No habrá ganadores, obviamente. Pero Rusia saldrá más perjudicada, sin alianzas estratégicas para recuperarse a corto plazo y más pobre. Y ya veremos si gana la guerra y, si la gana, cuánto tiempo le dura la victoria. Hay demasiados frentes abiertos para que Putin pueda estar tranquilo. Cierto que la peor parte se la están llevando los ucranianos, que solo pueden defenderse de la invasión, y que el éxodo de refugiados de aquel país ya se eleva a 2,5 millones de personas. Pero cuando ya se han cubierto 16 días de conflicto bélico, dos imágenes se han impuesto: la resistencia ucraniana y los problemas sobrevenidos para Rusia.