La decisión de los grupos independentistas del Parlament de atender la petición de la Mesa de la cámara, que encabeza Laura Borràs, y suspender la actividad parlamentaria por un período de tiempo, que no se sabe si será de horas o de días, por el caso de Pau Juvillà ―¿diputado?, ¿exdiputado?― es una medida tan excepcional como sorprendente. Solo se entiende en el estrecho pasadizo que existe entre la desobediencia y una acción lo suficiente contundente y visible para sacar el caso de Juvillà fuera de las puertas del Parlament, intentando, al mismo tiempo, no caer en un acto que tenga recorrido penal y, consecuentemente, una inhabilitación. Mientras, la Junta Electoral Central guarda silencio después de que el pasado viernes comunicara al Parlament que Juvillà había dejado de ser diputado y otorgaba sus credenciales como parlamentario al siguiente nombre en la candidatura de la CUP por Lleida.

Tampoco ha hablado el Tribunal Supremo que es, a la postre, el que tiene que calificar como definitiva la inhabilitación de Juvillà como diputado de acuerdo con el auto del Tribunal Superior de Justícia de Catalunya. El TS dispone de un tiempo ilimitado para la comunicación al Parlament y la cámara se resiste a dar como definitiva una decisión de un órgano como la JEC, que es administrativo y no judicial. La solución de suspensión de las actividades de la cámara ha fracturado el Parlament nuevamente en dos mitades, una vez se han descolgado el PSC, los comuns, Vox, Ciudadanos y PP. Las tres derechas, con diferente intensidad, ya han hecho saber que piensan recurrir a la vía judicial. Los socialistas también han abierto la puerta a iniciar acciones legales, además de señalar que las comisiones que ellos presiden iban a ser convocadas para saltarse el boicot existente.

La mayoría, conformada por los 74 diputados de Esquerra, Junts y CUP, secunda a la presidenta Borràs, aunque con múltiples matices, algo que tampoco debe extrañar, ya que es propio de la desunión partidista existente desde hace mucho tiempo. Incluso, en el mundo de Junts, la solidaridad con la decisión de Borràs es, en muchos casos, más de puertas a fuera que en el interior de la organización y entre los mismos diputados. En parte, por desconocimiento de la iniciativa ―que cogió al Govern al inicio de su reunión semanal enterándose sus miembros, tanto los de ERC como los de Junts, por los diarios digitales―, pero también por entender que abre una crisis cuando está más que demostrado que después de las sentencias del procés el Parlament es todo menos plenamente soberano y que un acto de desobediencia no puede ser improvisado.

La Mesa de la cámara parece que intentará esperar a que se conozca el informe de la Comisión del Estatuto del Diputado sobre si se tiene que retirar o no el escaño a Juvillà. Una comisión que tiene nuevo presidente en la figura del abogado Jaume Alonso-Cuevillas. Es obvio, para cualquier observador, que la decisión de la JEC retirándole el escaño al cupero es un atropello en toda la regla y este organismo se extralimita en sus funciones, ya que si no se estuviera tratando del Parlament de Catalunya y de un diputado independentista, a lo mejor hubiera esperado a que el acto material de retirada del escaño lo llevara a cabo el Tribunal Supremo.

Ni en justicia ni tampoco en política hay dos casos idénticos. Sí que es patente, en todo caso, la voluntad de la justicia española de encontrar un mínimo resquicio para apartar a los líderes independentistas de la actividad política. Nadie debe llamarse a engaño y así acabó fuera de la presidencia de la Generalitat Quim Torra, por una pancarta colgada en el balcón de la Generalitat. Es suficiente que lo parezca en un momento en que se ha normalizado la excepcionalidad. Borràs intenta esquivar la desobediencia pero la línea entre lo que dice el Código Penal y la interpretación es tan estrecha que no es seguro que lo consiga. Puede que, para los jueces o los fiscales, ya la haya traspasado.