La petición de la Fiscalía del TSJC solicitando casi diez años de inhabilitación para el expresident de la Generalitat Artur Mas y otros nueve para la exvicepresidenta Joana Ortega y la exconsellera Irene Rigau ha coincidido en el tiempo con la implosión del PSOE después de una turbia actuación de los críticos del partido que han desplazado a Sánchez del cargo después de un auténtico golpe de estado en el seno de la organización. La coincidencia de ambas situaciones es, obviamente, casual y no buscada ni por fiscales, ni por los socialistas. Pero sí refleja el preocupante deterioro democrático de cómo se solucionan hoy en día los problemas en España: en el primer caso, trasladando lo que son exclusivamente problemas políticos al ámbito de la justicia. El 9-N y la consulta participativa no debía haber entrado nunca en el ámbito judicial como muy bien consideraron inicialmente los fiscales catalanes por unanimidad.

Pero se impuso la idea de llevar a cabo un escarmiento –"una acción ejemplar", en palabras de un muy cercano colaborador de Rajoy– y se activó la Fiscalía General del Estado. Lo del TSJC es un paso más y no el más importante en la cadena de despropósitos que supuso judicializar esta cuestión. Lo preocupante es que esta decisión del PP contó con la aquiescencia de C's y la sumisión del PSOE, agarrotado por los malos resultados y la presión de los barones. Cuando Pedro Sánchez ha querido coger algo de libertad y ha abierto mínimamente la opción de hablar también con el independentismo catalán –un diálogo, por otro lado, imposible, ya que no estaba el referéndum encima de la mesa– para sacar a Rajoy de la Moncloa, el PSOE se ha cerrado como un fortín con siete llaves y ha desalojado a Sánchez de la secretaría general.

Lo decía muy bien el presidente de la gestora, el asturiano Javier Fernández: "Si llama Rajoy, hablaré con él; con los independentistas no tenemos nada que hablar". El orden queda provisionalmente restablecido en el PSOE, a costa, eso sí, de asfixiar al partido de la izquierda española hasta convertirlo en un juguete en manos del PP. El exministro José Borrell, que se ha cobrado varias facturas políticas y mediáticas en esta crisis, señalaba hace unos días que si realmente era un golpe de estado, su ejecutor era un sargento chusquero. Y no le falta razón. El mismo sargento chusquero que se ha pensado que imponiendo una pena "ejemplar" a Mas, Ortega y Rigau bajará la presión independentista sobre el Estado español. Quizás, a la vuelta de la primavera, lo que hoy creen en Madrid que es una decisión acertada y proporcionada acabarán arrepintiéndose del paso dado.