España es el único país de nuestro entorno que no tiene normalizados los debates entre candidatos en unas elecciones. Siempre se negocia en función del interés de quien gobierna y, por esta vía, se priva al elector de información suficiente a la hora de decidir su voto. Este año, sin embargo, supera todos cambalaches de años anteriores ya que el acuerdo entre los cuatro grandes partidos españoles pasaba por una salida ciertamente sorprendente: incorporar a Vox, que no tiene representación parlamentaria estatal, y celebrar un debate a cinco. Carecía de cualquier lógica democrática pero todos creían, por diferentes motivos, que les podía acabar beneficiando. Desde el PSOE a Podemos y también PP y Cs, que lo habían aceptado.

Lo más sorprendente es que no solo se había tomado esta decisión sino que de los tres bloques del debate, uno iba a ser sobre Catalunya pero sin catalanes. Poco importa que partidos como Esquerra tengan una representación muy importante en el Congreso y grupo parlamentario propio. Es como una moda en la política española y en los debates en sus medios de comunicación, apagar cualquier voz discrepante y favorecer un discurso único, trasladando así la impresión de que todo el mundo lo ve de la misma manera. Y, cuando aparecen catalanes, la mayoría de las veces son del perfil ideológico más parecido al de los partidos españoles, como es el caso de Rivera y Arrimadas. Luego, eso sí, el medio público que es acusado de falta de pluralidad es TV3, pese a que cuenta con la mayor diversidad ideológica de España en sus tertulias y debates.

Desde hace años he defendido que una ley tendría que regular los debates electorales en campaña para no estar al capricho de los gobernantes. Regular, obviamente, los cara a cara, imprescindibles en una campaña electoral, pero también los debates entre grupos parlamentarios, obligando a sus principales candidatos a no poder renunciar a ellos para no rebajar el interés de la ciudadanía. La democracia no solo es un conjunto de leyes interpretables por políticos y por la justicia. Es una actitud y una práctica diaria que ha de permitir a los ciudadanos controlar a los gobernantes: a través de sus representantes en el Parlamento pero también en los debates, que acaban siendo un instrumento imprescindible y obligado.