Alejado del ruido de la campaña electoral durante unas horas, una persona con muy buena información me formula la siguiente pregunta en Madrid: ¿Me quieres decir que Illa, a quien aquí conocemos muy bien, está vendiendo gestión, buena gestión, en Catalunya, y le funciona electoralmente? La verdad es que la pregunta tiene su miga y no es de fácil contestación para quien antes ha enumerado uno a uno todos los errores que ha cometido España en las grandes decisiones, en aquellas que han sido cruciales, durante el último año de pandemia y que, con los datos en la mano, han situado la gestión del exministro de Sanidad como una de las peores del mundo. Así lo han certificado diferentes informes, desde la Universidad de Cambridge a la revista The Lancet, desde The Economist a varios diarios internacionales. El portal australiano Lowy Institute colocó la semana pasada a España en el puesto 78, por detrás de países como Libia o Marruecos.

¿Entonces, cómo se explica? Si uno se aleja del foco, la cosa es mucho más sencilla. El unionismo lo que está haciendo es redistribuir sus escaños, no crecer, sino quedarse igual, engullendo en su número aproximado de escaños —entre 60 y 65 parlamentarios de 135— la media docena que se le adjudican a Vox. En la otra parte del arco parlamentario están los independentistas, que se mueven entre 70 y 75, una mayoría clara que en ocasiones se acerca más a la horquilla que marca la absoluta de 68 y, en otras, se aleja. Esa es la explicación de que una concentración de voto unionista puede llevar a Illa a situarse en primera posición el 12-F. Pero lo más razonable es que se mueva entre la segunda y la tercera plaza y que tampoco llegue a los 36 escaños de Ciudadanos en 2017.

Pero lo cierto es que Illa transita por la campaña sin recibir grandes ataques de sus adversarios unionistas que, igual que en 2017, lo fían todo a la candidatura que va delante esperando que la ley d'Hondt les acabe dando un empujón. Bueno, algo más que un empujón. Y PSC, PP y Vox no lo sitúan en el centro de sus críticas, ni le enmiendan su gestión, como sí hace la derecha con el gobierno Sánchez en el Congreso de los Diputados. Allí son adversarios y aquí son aliados, una diferencia que no es menor y en la que Illa se mueve como pez en el agua mientras va cuajando la idea de que si los votos de Vox son necesarios para una alternancia que desplace al independentismo del poder, allí estarán. Por España, claro.

Iván Redondo, ese gurú todopoderoso de Sánchez al que todos temen en Madrid, ya que no hay una decisión trascendente en clave electoral que no pase por él, —las vicepresidentas Carmen Calvo, Nadia Calviño y Teresa Rivera tienen el rango, pero los galones son otra cosa, como se ha podido comprobar en más de una decisión— ha situado en la carrera a un ministro con todo el lastre del mundo y, pese a ello, surca la campaña sin problema alguno. Por más que cueste de  entender. Campaña corta, entrada en el último minuto y no meterse en líos, son sus tres ejes. Quizás sí que un día leeremos que Redondo ha vendido el Empire State Building de Nueva York en cómodos plazos mensuales porque no debe ser mucho más difícil hacerlo.