Cuando aquella noche del 3 de octubre de 2017, el rey Felipe VI comparecía en televisión para lanzar su declaración de guerra a los catalanes independentistas y no independentistas que se sentían interpelados por el referéndum del 1 de octubre y por la exitosa huelga general de aquella jornada, el monarca cometió, al menos, dos errores. El primero, enfrentarse a buena parte de la sociedad catalana. Como se ha visto en estos más de mil días transcurridos, la presencia del Rey ha sido cada vez más escasa, siempre rodeada de polémica y de protestas, aislado de cualquier contacto que no sea en un círculo muy reducido y muy cercano y con un vacío institucional absoluto de las administraciones catalanas. Por eso sus visitas se han ido distanciando, vaciando de contenido y se han convertido en irrelevantes. De facto, el Rey ha renunciado a Catalunya.

Pero cometió otro error que solo el tiempo ha sido capaz de dar la importancia que tuvo. Aquel a por ellos fue la primera vez que de una manera ostentosa se saltaba sus atribuciones que están perfectamente definidas en la Constitución. Felipe VI pasó por encima de un presidente del gobierno timorato, superado por un referéndum que siempre había dicho que no se celebraría y asumió en la práctica poderes que no le correspondían. Dicho en plata: jugó a hacer política cuando no le corresponde, olvidando que desde hace 200 años, desde Carlos IV, todos los monarcas borbones se han visto obligados a vivir fuera de España.

Felipe VI encontró en su acción el cobijo del deep state y se reforzó el triángulo monarquía-judicatura-ejército como la columna vertebral del Estado, muy por encima del poder político. Desde aquel octubre, ha habido un hilo supervisor de todo lo que ha ido sucediendo y, en más de un caso, los gobiernos han sido meros espectadores. La derecha política en el gobierno sufre esta situación un corto tiempo, hasta que Rajoy pierde la Moncloa con la moción de censura. Descabalgada del poder, se hace cada vez más extrema y llega a parecer muchas veces que es Vox quien la comanda.

Este mes de septiembre, hemos visto por segunda vez las consecuencias de aquel envalentonamiento real con Catalunya al fondo del retrovisor. Ha sido con motivo de la entrega de despachos a los nuevos jueces en Barcelona que iba a presidir el Rey y que organizaba el Consejo General del Poder Judicial. Felipe VI maniobró contra el gobierno, rompió su neutralidad política y tejió con el CGPJ una acción, según el ejecutivo, desestabilizadora. El gobierno le prohibió viajar a Barcelona, haciendo así público el conflicto institucional. En esta ocasión, a diferencia del 3-O, fueron más los que se sumaron a denunciar la acción del Rey. También ha permitido que cristalizaran en un tiempo récord las conversaciones para un acuerdo, sin la derecha, que permita la renovación del CGPJ. Ahí estarán también independentistas y nacionalistas catalanes y vascos.

Han pasado tres años de aquel 3 de octubre de 2017 y la monarquía se desliza por el precipicio. Felipe VI es un monarca cuestionado, la corrupción atenaza la familia real y el debate sobre monarquía o república está claramente instalado en la sociedad, por más que la clase política haga juegos de manos para proteger los acuerdos políticos de la transición. Cada vez es más difícil ahogar este debate y la institución está más deteriorada. Hoy prever un final no es una utopía.