El anuncio del Partido Popular y Vox de que compartirán gobierno en Castilla y León supone la puesta de largo de quien será en pocas semanas nuevo presidente de la formación de la gaviota, Alberto Núñez Feijóo. Con inmerecida fama de centrista —en España, cuando la derecha encuentra un espécimen que es dialogante desde la otra orilla ideológica ya se la aplica ese calificativo de centrista, pasó antes con Mariano Rajoy— Feijóo ha completado lo que no podremos saber nunca si hubiera hecho Pablo Casado: sentar un precedente europeo, ya que Castilla y León será la primera autonomía en la que la ultraderecha estará sentada en el consejo de gobierno. El acuerdo con el PP otorga a Vox la presidencia de la asamblea legislativa y una presencia no simbólica en el gobierno, ya que los de Santiago Abascal contarán con el cargo de vicepresidente y tres consejerías.

La reacción del PP europeo ha sido inmediata, ya que su doctrina es inequívoca: cordón sanitario a la extrema derecha, aun a costa de perder gobiernos regionales. La reacción del presidente del PPE, Donald Tusk, ha consistido en señalar desde Bruselas que el acuerdo había sido una triste sorpresa, que esperaba que fuera un accidente o un incidente. Y poniendo en valor la negativa de Pablo Casado a pactar con Vox en contraste con la fría reacción de Feijóo argumentando que veía el pacto perfectamente legítimo. Traté a Feijóo en los primeros años de su llegada a la presidencia de la Xunta, en 2009, y la imagen que se ha ido construyendo de él ha sido especialmente benevolente en dos cosas: la ya señalada sobre su ubicación como un centrista potencial y su animadversión al conflicto del que huye siempre que puede como gato escaldado. Algo que podía hacer fácilmente en Santiago, ya que lo que allí sucede no es del interés general, pero que no podrá seguir haciendo en Madrid, donde en cada esquina le espera un enemigo, o sea, un compañero de partido.

La llegada de Vox a un gobierno autonómico, con el enorme impacto que va a tener en cualquier momento, pero más en el actual, es un error y le va a costar al PP explicarlo en Europa, donde estas cosas no se entienden fácilmente. Allí las cosas son mucho más sencillas y se aplican a rajatabla: hay un cordón sanitario a la ultraderecha y debe preservarse a toda costa. El hecho de que el PSOE haya jugado su partida en clave exclusivamente electoral, dejándole al PP una única opción si quería sus votos en Castilla y León que pasaba porque rompiera cualquier acuerdo que tuviera con la ultraderecha, no hace a los socialistas cómplices de la decisión del PP, pero sí que muestra lo estrechas que son las costuras de las dos grandes formaciones españolas cuando se trata de abordar el auge de la extrema derecha en España. Las encuestas les siguen dando resultados cada vez más al alza y con opciones de situarse en el 20% de los votos. De hecho, la mayoría de los estudios demoscópicos colocan a Vox como la fuerza que más crecería en unas futuras elecciones españolas.

El hecho de que la derecha española sea, en buena medida, sociológicamente franquista y no tenga reparo alguno en mostrarlo o que sus corifeos mediáticos de papel —ABC, La Razón o El Mundo— parezcan muchas veces periódicos que compitan para aparentar estar cada día más alineados con la derecha extrema para lo que sí que va a servir es para perfilar una imagen de España más acorde con la realidad. Cuando se dice que España no es una democracia plena es también por cosas como esta. ¿Cómo se puede poner al zorro a vigilar a las gallinas? Quieren acabar con las autonomías, pero pugnan por estar en los cargos de poder existentes con una desvergüenza y una impunidad total. No es una buena noticia para la ya frágil democracia española.