Josep Borrell se va a ir a Europa a ejercer como Alto Representante de la Política Exterior de la UE dejando detrás de si un reguero de desafortunadas actuaciones como ministro de Asuntos Exteriores del Reino de España. El de la Pobla cierra una etapa, de algo más de un año, como representante de la política exterior española con un nuevo hito en su gestión al haberse conocido que ahora bajo su mandato se había espiado a las delegaciones de la Generalitat en el extranjero. ¿Exceso de celo? No parece exactamente esto, una vez se ha conocido que el Ministerio había aportado mensajes confidenciales de la Generalitat a sus embajadas y que ahora se aprovecha este material de las sedes de Londres, Ginebra y Berlín para pedir al TSJC que clausure las delegaciones.

Tendrá que dar explicacions en el Congreso de los Diputados, como así se lo han solicitado desde Esquerra Republicana y desde Junts per Catalunya. Las mayorías parlamentarias en Madrid son de sobras conocidas y, además, en el caso de Borrell, además de los del PSOE, siempre tiene a mano los votos del PP y de Ciudadanos. Pero eso no resta un ápice de preocupación sobre su manera de actuar. Porque claro, si lo ha hecho con las delegaciones de la Generalitat, ¿quién puede garantizar que no se le ocurrirá un día seguir la actuación, los actos, las entrevistas, las agendas o cualquier otra cosas de los países de la UE? 

Dudo mucho que este sea el mejor perfil de un ministro de Exteriores, tendente, por el cargo de que se trata, mucho más a conciliar que a ponerse el traje de faena y lanzarse a fondo a protagonizar todas las polémicas posibles. El abogado británico Ben Emmerson, miembro de la defensa internacional de los presos independentistas, puso el pasado miércoles en marcha una campaña contra el nombramiento de Borrell en la UE. Considera que es inadecuado y causará daños significativos en la UE. Más allá de la posición de Emmerson, Borrell  se arriesga a un cierto voto de castigo en el Parlamento Europeo, donde quizás aún se le recuerda de su etapa anterior como presidente pero menos como el hooligan en que se ha convertido en su última etapa como político.