Se acaban de cumplir mil días desde que expiró el mandato constitucional de renovación del Consejo General del Poder Judicial, el máximo órgano de control de los jueces. Desde enero de 2018, el presidente de CGPJ —que a su vez lo es del Tribunal Supremo— y veinte vocales siguen en su cargo en funciones, ya que la necesaria mayoría parlamentaria de dos tercios no la logra el gobierno de turno sin el necesario concurso del principal partido de la oposición. Y el Partido Popular sabe manejar como nadie los hilos de un entramado judicial en que siempre tiene las de ganar ya que, si hay una institución conservadora por naturaleza, es la judicial.

Cuando los populares pueden perder el poder y se sienten acosados, remueven las fichas con suma destreza y la partida vuelve a empezar. Y así una y otra vez. El PSOE, por su parte, ha sido tan chapucero con sus propuestas de renovación que, aun teniendo razón, cuando las ha planteado ha dado más la impresión de querer hacer una criba ideológica y atentar contra la llamada independencia judicial, cuando si algo le falta a la alta magistratura española es la independencia de la que alardea.

No hay país serio de nuestro entorno en el que la renovación de instituciones capitales del Estado, como es la justicia, quede, como en España, en el limbo más absoluto, pendiente de que Pedro Sánchez y Pablo Casado se pongan de acuerdo. No es baladí lo que está en juego: el Tribunal Supremo, el Tribunal Constitucional y el Tribunal de Cuentas. El primero de ellos es el de la sentencia del procés y el último el de la fianza y los posteriores avales por la publicidad de la Generalitat en el exterior entre los años 2011 y 2017. Solo lo cito a título de inventario.

Tengo muy poca confianza en que una renovación del CGPJ ofreciera un resultado muy diferente en aquellas cuestiones en que la Justicia ha tenido un papel fundamental estos últimos años —superior incluso al de la política—, como es la represión al independentismo catalán, con la sentencia claramente desproporcionada e injusta a los presos políticos catalanes. Aquí, cuando se habla de conservadores y progresistas, muchas diferencias son ideológicas y de matiz, no aluden al tronco que afecta aquello que puede entenderse como la unidad de España.

Sin embargo, vale la pena destacar que llevan mil días sin ponerse de acuerdo en la renovación. Ellos, tan constitucionalistas de boquilla, tropiezan cuando lo que se trata es de repartirse el poder. Entonces la Constitución y sus plazos se la pasan por el forro. Con la comida no se juega, deben pensar.