La bola de nieve hinchada judicial, política y mediáticamente contra Adrià Carrasco, que le obligó a exiliarse a Bélgica el 10 de abril de 2018, una vez supo que estaba acusado de terrorismo, sedición y desórdenes públicos, ha tenido su punto y final este lunes ante la sede del Tribunal Superior de Justícia de Catalunya. El joven de Esplugues de Llobregat ha vuelto de su exilio una vez el juez de Granollers, el último ante el que ha acabado la causa, ha archivado el caso. Casi tres años de exilio, que se dice pronto, por una causa iniciada por la Audiencia Nacional y la Guardia Civil que le acusaba de terrorismo y le situaba al frente de los CDR y que, a medida que ha ido transcurriendo el tiempo, ha ido cayendo como un castillo de naipes.

Pero en este caso, como en otros que hemos visto, el objetivo final era causar el máximo temor posible a la ciudadanía y hacer evidente que la represión contra el independentismo catalán seguía viva y que, además, era indiscriminada. La causa contra Adrià Carrasco tenía los pies de barro, cosa que se vio desde el primer momento. Pero durante más de treinta meses el sumario ha pasado de una instancia judicial a otra, así hasta en diez ocasiones. Si, una decena de instancias judiciales hasta quedar archivado. Por extraño e inexplicable que pueda parecer, esta ha sido la situación hasta que el juez de Granollers ha argumentado que archiva el caso porque no hay pruebas que acrediten el delito. O sea, todo era un montaje.

El Estado español está comprobando en los últimos días cómo todo el arsenal de fake news, inconsistentes órdenes de extradición y represión indiscriminada, es progresivamente desmontado y acaba, al final, quedando en nada. La justicia belga le hizo un roto descomunal al Tribunal Supremo la semana pasada, a raíz de la negativa a extraditar al conseller Lluís Puig, una circunstancia que, con seguridad, es el adelanto de lo que también acabará sucediendo en unos pocos meses con Carles Puigdemont, Toni Comín y Clara Ponsatí. El tiempo no es un buen aliado del Estado español, aunque el daño que han padecido o aún padecen los represaliados es imborrable e imperecedero. Cuanto más tarde el gobierno de Pedro Sánchez en conceder los indultos a los presos políticos y el resto de represaliados del referéndum del 1 de octubre más se verá que tan solo hay un cálculo político de una decisión que no es de magnanimidad sino de justicia.

Y es obligado que el independentismo exija una ley de amnistía y sea capaz de doblegar la voluntad del actual gobierno español, cómodamente refugiado en la falacia de que es imposible. Las mayorías parlamentarias sirven para eso y se les tiene que saber explicar a Pedro Sánchez y Pablo Iglesias que no estarán en condiciones de mirar cara a cara a la sociedad catalana si no se produce un movimiento político como el de la amnistía. Dicho en plata: la amnistía no debe ser objeto de negociación sino que debería ser la ventana imprescindible para cualquier negociación. Algo que es radicalmente diferente. No hacerlo así quiere decir que se aceptan casos como el de Adrià Carrasco o el infame juicio del 1 de octubre en el Tribunal Supremo.