Hemos llegado a un punto en el que la mera insinuación de que ya pagamos bastantes impuestos te pone en riesgo de lapidación. Lo afrontaré. Un impuesto es una cantidad de dinero que el estado extrae de un privado (persona física o jurídica) para pagar los gastos de ese mismo estado. Históricamente, los gastos de los estados se concentran en dos partidas principales: sueldos de funcionarios y guerras. A partir del siglo XX, el gasto público gana importancia respecto a la cantidad (los recursos que gestiona el Estado nunca habían sido tantos) y respecto a su calidad (gastos sociales, pensiones... y los servicios que hemos convenido que el estado gestione, como la educación y la sanidad).

Además, cualquier impuesto sobre un bien o servicio tiene consecuencias más allá de su efecto recaudatorio. Un impuesto también puede modificar conductas: al incrementar los impuestos sobre un bien o servicio, se incrementa su precio y, por lo tanto, se modifica su demanda. Los políticos tienen bien presente este componente distorsionador de cara a tomar ciertas decisiones.

A la capacidad de modificar conductos de los impuestos se añade otro efecto, que es su gran argumento propagandístico: su posible efecto de redistribución de la renta

El objetivo del estado cuando grava un producto concreto es reducir su consumo. Un ejemplo es el impuesto sobre bebidas azucaradas instaurado por la Generalitat, que entró en vigor en 2017. Otro caso más reciente es el del acero chino que importan los EE.UU. El presidente Trump ha anunciado que lo gravará con aranceles (un arancel es un impuesto sobre las importaciones) para favorecer que se compre acero fabricado en los EE.UU. Gravando las importaciones de acero chino, este se encarece y su precio se equipara al de los productores norteamericanos, que es más caro y, por lo tanto, menos competitivo.

Sobre esta capacidad de los impuestos de modificar conductos, es sano plantearse algunas cuestiones:

  • ¿Un producto con azúcar que ha pasado todos los filtros normativos y sanitarios y, por tanto, puede ser vendido, es necesario gravarlo para perjudicar su consumo? ¿No incurre esta política tributaria en una doble moral, motivada sobre todo por el afán recaudatorio? ¿Se puede vender el producto... pero no tanto? ¿Sirve realmente el impuesto para disuadir el consumo? ¿Es el impuesto la única medida correctora del mal uso que los consumidores hagan de este producto? ¿Como consumidores y contribuyentes, no otorgamos al estado un papel paternalista que nos infantiliza? ¿Aumentarán ventas los fabricantes de otras bebidas competidoras? ¿A quién beneficia el impuesto?
  • Si Trump grava el acero chino, ¿no obliga a sus compatriotas a pagar más por el acero? ¿Una vez instaurado el arancel, los consumidores norteamericanos no estarían pagando indirectamente este arancel y también la falta de productividad de los productores de su país? ¿A quién protege Trump exactamente?
  • ¿Cuando todo el consumo se grava con IVA, se contrae la demanda general?

A esta capacidad de los impuestos de modificar conductas se añade un último efecto importante, que puede ocurrir, si es que ya no lo es, el gran argumento propagandístico para la proliferación de más impuestos o incrementar los existentes: el efecto de redistribución de la renta y de la riqueza que pueden tener algunos tributos.

Determinadas medidas tributarias pueden favorecer la reducción de la distancia entre las rentas más bajas y las más altas. Este efecto de redistribución se mide con el Coeficiente de Gini, una gran herramienta para estimar el efecto de redistribución de impuestos como el impuesto de la Renta (IRPF) o el del Patrimonio, que se han vendido históricamente como herramientas tributarias redistributivas.

El IRPF no mejora mucho la diferencia entre rentas altas y bajas y el efecto de redistribución del impuesto del Patrimonio es casi nulo

En España, el IRPF hace que el Coeficiente Gini mejore un poco una vez liquidado este impuesto, pero no se mejora tanto (no reduce tanto la distancia) como los países escandinavos. En cuanto al impuesto del Patrimonio, su efecto de redistribución es casi nulo.

Es sensato que el Estado (administraciones central, autonómicas y locales) se replantee el sistema tributario actual y que afronte el reto que supone una economía abierta, globalizada y digital, más allá del interés a corto plazo de los presupuestos anuales de la administración de turno y las limitaciones de sus competencias. También hay que pensar en quién sostiene realmente la recaudación, y si el efecto de redistribución no puede mejorarse. Las cifras indican que tiene recorrido de mejora pero que aumentar la carga impositiva, siguiendo la tónica de los últimos años, no es lo más recomendable. El contribuyente medio está anémico.

Como se ha dicho al principio, el Estado detrae, recauda y obtiene unos recursos del sector privado (particular o empresa) que este ha ganado lícitamente, contribuyendo al PIB del país con la inversión de sus recursos, esfuerzos y riesgos. Hay consenso social en que exista esta función extractiva y de traspaso de recursos del sector privado al público para proveer el Estado de herramientas con que afrontar sus obligaciones. Eso también quiere decir que, como administrados, tenemos la obligación de exigir efectividad y eficiencia en la recaudación, que se haga causándonos los mínimos perjuicios; que exista una verdadera progresividad fiscal, y que la administración pública se aplique con diligencia y transparencia a rendir cuentas, porque tenemos que fiscalizar dónde y cómo se gasta nuestro dinero. Ni más ni menos que lo que haríamos con cualquier otro gasto de nuestra economía doméstica. Porque los impuestos son un gasto, sí.

Anna Rossell es economista.