Hace diez años de la crisis económica. ¡Han pasado muchas cosas! Del 15M a la abdicación de Juan Carlos I, pasando por el movimiento independentista y el fin del bipartidismo. Hay una cuestión que las atraviesa todas, sin embargo: el Estado del Bienestar, el modelo diseñado al finalizar la Segunda Guerra Mundial, está herido de muerte.

Dos de los pilares que lo sostenían se hunden como castillos de arena en la playa. Por una parte, vivimos en un país (y un mundo) cada vez más desigual, con más diferencias económicas entre el 5% con más ingresos y el resto de la población. De otra, el paradigma de un modelo laboral de pleno empleo ya no es más que una de las falsas premisas sobre las cuales las democracias liberales debían conducirnos al Fin de la Historia: el segundo trimestre de 2018, el índice de desempleo es del 17% en el Estado, 11% en Catalunya. No hay perspectivas de que cambie radicalmente ni a corto ni a largo plazo.

Si a todo eso añadimos una pirámide demográfica progresivamente envejecida y el consiguiente incremento constante del gasto en pensiones, la conclusión parece clara: españoles y españolas, catalanes y catalanas: el Estado del Bienestar ha muerto.

Podemos ver cómo se descompone ante nuestros ojos y vidas y seguir pensando en las siguientes elecciones, o podemos ser valientes y afrontar el debate de nuestro tiempo: el trabajo no nos hará libres. La necesidad de trabajar ha existido en tanto que condición necesaria para la obtención de un salario que cubriera las necesidades materiales de nuestra existencia. Un techo al que poder llamar casa, un plato en la mesa para no morir de hambre, y ahorrar un poco para pagar la entrada del cine, comprar una novela, o un billete de avión a Suiza para huir de Hacienda.

El trabajo también ha estructurado moralmente nuestras sociedades. Curiosamente, la persecución a los vagos es una de las pocas cosas que unen la II República y el franquismo. En 1933 se aprueba por unanimidad en el Congreso de los Diputados la Ley de vagos y maleantes con el objetivo de detener a nómadas, mendigos y proxenetas. La ley fue sólo ligeramente modificada en la dictadura de Franco para añadir, también, la persecución judicial de los homosexuales.

No todo son malas noticias. Hay cosas que hacer antes de que la Península se convierta en un spin-off de Mad Max y el continente se vea abocado a los Juegos del Hambre. Descontando que el Estado del Bienestar ha muerto, aunque su cadáver se mantenga caliente durante años, los tres ejes sobre los que debería edificarse el nuevo Estado del Bienestar podrían ser:

Decrecimiento. El modelo extensivo en el uso de recursos naturales tendría que terminar su carajillo, pagar la cuenta y largarse. Tomar conciencia de la futilidad de tener treinta y dos camisetas no es sólo una exigencia ética sino material. Comencemos a cuestionar este modelo de producción y de consumo que nos enterrará vivos.

Robotización. Hay un discurso decimonónico de la izquierda que pregona la necesidad de mantener a la clase obrera como una identidad política unitaria, y que es capaz de atacar tanto a las personas migrantes como a las máquinas antes de que ocupen sus puestos de trabajo. La robotización del trabajo, con la progresiva pérdida neta de empleos es un hecho. Aprovechémoslo y pensemos formas de hacer tributar a la máquina. Que trabajen ellas por nosotros.

Renta Básica Universal (RBU). El trabajo se convertirá inevitablemente en algo más bien estacional. Antes de que la progresiva desigualdad produzca conflictos civiles de gran envergadura, la RBU se presenta como una nueva respuesta adecuada a los nuevos tiempos. Pensar un modelo de política fiscal más progresivo, que al mismo tiempo adelgace el Estado (la entrada en vigor de la RBU elimina todos los subsidios de cuantía inferior existentes) es un proyecto considerable. Una RBU bien aplicada, manteniendo educación y sanidad públicas, debería ser el sueño de socialistas y liberales: igualdad de oportunidades y reducción del Estado a la mínima expresión.

Lo sabemos todos aunque los políticos no se atreven a decirlo por su necesidad de responder al corto plazo: se acaba una era. Para la que viene tendremos que dotarnos de nuevas herramientas. Empezamos a pensarlas cuanto antes mejor.

Guillem Pujol es Politólogo y doctorando en Filosofía en el UAB. Editor de Ventana de Oportunidad y colaborador de BCNMÉS