Hay quien piensa que el portero es el futbolista que sufre el peor castigo y vive la situación más cruel cuando se enfrenta a un rival desde el punto de penalti que le apunta con un balón como si fuera una bala y que le va a lanzar un disparo que no podrá salvar. Leo Messi y dos jugadores del Lleida vivieron su particular domingo negro experimentando la sensación contraria.

Ha quedado demostrada una vez más que la mayor responsabilidad en ese momento es para el verdugo designado y no para el hombre que será fusilado. Un penalti es un lanzamiento en el que el guardameta sobre el papel no tiene nada qué hacer. Detener esa pelota sólo es cuestión de suerte, pero especialmente de que el verdugo se equivoque.

Marcar un penalti es una obligación, pararlo no. En la última final de la Champions, Oblak, el portero del Atlético de Madrid, tiró la toalla antes de tiempo. Demostró poca fe, pero también una buena dosis de conformismo, que se confundió con pasotismo. Se dio por vencido en todos los lanzamientos.

A Juanfran, en cambio, le temblaron las piernas y lanzar ese penalti resultó una crueldad para el lateral rojiblanco. Cristiano Ronaldo, en cambio, que tiró el último penalti, salió airoso y hasta llegó a decir, en otro de sus momentos de soberbia, que había tenido una visión en la que él marcaba el gol del triunfo.

Unas semanas más tarde, Cristiano, jugando con Portugal, no tuvo la misma visión y falló un penalti contra Austria. No pasó nada porque el lanzamiento no era clave, es decir no estaba en juego ningún título. Unos días después, un compañero suyo en el Real Madrid, Sergio Ramos, falló otro penalti contra Croacia, que frustró un triunfo español. Pero no pasó nada.

Sin embargo, el domingo vivimos drama y vimos a futbolistas llorando por fallar desde ese punto fatídico. Por la mañana, dos jugadores del Lleida, Pau Bosch y Òscar Rubio tuvieron una experiencia que probablemente no olvidaran jamás al fallar sus lanzamientos en el partido por el ascenso a Segunda contra el Sevilla Atlético.

Ya en la madrugada española, un penalti, también en una tanda decisiva, por el título de campeón de América, sumergía en un pantano de dudas a Leo Messi, el mayor goleador de la selección argentina y considerado el mejor futbolista del mundo. El blaugrana se enfrentó a su compañero de equipo, el portero chileno Claudio Bravo, lo engañó, pero su disparo lamió la portería.

Messi, que cambiaría sus balones de oro por un título con su país, seguro que pensó en ese momento que ese deporte que tantos éxitos le ha dado era el peor deporte del mundo, que el mejor futbolista no puede fallar un penalti tan clave. Y se fue llorando y maldiciendo un momento en el que su hijo Thiago no vio marcar a su papá, y bajo esa presión en el vestuario dijo: “Me voy. No juego más con la selección”.

Probablemente recapacitará con el tiempo. Pero nada ni nadie le quitarán el ingrato e insoportable momento que vivió. Es la cara oscura de la pena máxima.