El primer recuerdo que tengo de Diego Armando Maradona no tiene ningún tipo de relación con el mundo del fútbol. Sucedió en el año 2004, cuando yo sólo tenía 8 primaveras, y sitúa a El Pelusa en la Clínica Suiza-Argentina de Buenos Aires, en la que estuvo a punto de morir a causa de una crisis hipertensiva. La vida de Maradona ―una figura más redonda que la pelota que tanto había amado― colgaba de un hilo, hecho que congregó a centenares de argentinos en la puerta del centro médico. Estos, vestidos con camisetas del Boca y de la selección de su país, parecían dispuestos a dar la vida por aquel Jesucristo de 120 kilos de peso. La televisión no engañaba: ni malabarista, ni estrella del Barça ni héroe de la albiceleste. Lo que yo veía, simplemente, era un obeso mórbido a punto de fallecer por culpa de una mala raya de farlopa.

El sorteo del pasado 17 de diciembre disparó las alarmas y esta semana se han confirmado los peores presagios: la visita de Leo Messi a San Paolo, el "templo" de Maradona, ha sido absolutamente agotadora. Fotografías de los murales napolitanos dedicados al argentino, onanismo colectivo rememorando su pasado culé y, por encima de todo, debates insulsos sobre su capacidad futbolística. Los más locos incluso se han atrevido a compararla con la del actual 10 blaugrana, un jugador con más títulos, más puntería, más capacidad de sacrificio, más inteligencia táctica, más responsabilidad cívica y menos estupefacientes en las venas.

Nadie discute que Maradona fue un gran futbolista ―probablemente el mejor de su época― pero resulta incomprensible que, a la hora de hablar sobre su figura, se ignoren sus últimos años, en los cuales se ha dedicado a poner de manifiesto su drogadicción y/o alcoholismo y a criticar sin fundamentos y con rencor a su heredero, Messi, una figura que ya le ha pasado la mano por la cara dentro y fuera del terreno de juego. El Pelusa, ególatra como pocos, se niega asumir que alguien sea lo que él nunca pudo ser.

Diego Maradona Dorados Sinaloa EFE

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Después de esquivar la muerte ―y no gracias a las plegarias de sus compatriotas, sino a una clínica de desintoxicación y un bypass gástrico― Maradona decidió que era el momento de probar fortuna en los banquillos, un terreno que exige agilidad mental y horas de pizarra. Como era de esperar, su puesta en escena como técnico fue nefasta y alcanzó el clímax antes del Mundial de Sudáfrica con el famoso Que la chupen y la sigan chupando. Después, él y su equipo, por desgracia de Messi, que lo tuvo que soportar, fue vapuleado sin oposición por Alemania en los cuartos de final del torneo (4-0).

Desde entonces, la lista de situaciones en las cuales Maradona ha provocado vergüenza ajena a propios y extraños ha sido interminable. La última y más recordada probablemente fue la que sucedió durante el último Mundial de Rusia, cuando el argentino animó a la albiceleste a los partidos contra Islandia y Nigeria visiblemente colocado. Y lo peor, además, es que algunos chalados se dedicaron a reírle las gracias.

Mi nacimiento coincidió con la retirada definitiva del 10 ―la extraoficial ya había tenido lugar muchos meses antes― y, por lo tanto, no puedo valorar su entrega futbolística al Barça, al Nápoles o a la Argentina del 86. Lo que tengo claro, sin embargo, es que si Messi se convierte en un personaje tan lamentable como él, todo el respeto que se ha ganado a base de goles durante la última década se desvanecerá para siempre. Romantizar la decadencia y el fanatismo no nos hace mejores personas.