Con la última oleada de acciones yihadistas he vuelto a pensar en una entrevista que le hice al Muftí de Marsella poco después de los atentados del 11M. El hombre me dijo cosas muy gordas. Con un tono tranquilo, de intelectual que se ha creído de corazón los principios de la ilustración, acusaba a los políticos de promocionar el radicalismo islámico por razones electorales y se lamentaba de que, en Europa, la identidad musulmana estuviera tan relacionada con las ayudas públicas.

Una de las cosas que me dijo, pero que no escribí, fue que al Estado francés le quedaban 20 años de existencia. No sé por qué me abstuve de recoger una afirmación tan osada, en la entrevista. No recuerdo si fue por pudor o porqué me pidió que lo mantuviera off the record. Al hombre le gustaba hablar con propiedad y la frase, que en el 2004 podía parecer exagerada, me ha ido volviendo a la memoria, sobre todo cada vez que he viajado al norte de los Pirineos.

La última vez que recorrí la Provenza quedé escandalizado de la desolación que encontré. Poblaciones como Mallana, Tarascón o Saint Remy parecían escenarios de museo habitados por zombies. Quizás porque Francia es un Estado-nación especialmente artificial, tiene tendencia a colapsarse de forma periódica. Como París ha sido una capital influyente, los colapsos que han sufrido las sucesivas repúblicas francesas siempre han reflejado más o menos una crisis de valores de ámbito europeo.

Me parece que ahora nos encontramos en un caso parecido. Los jóvenes que han perpetrado las masacres del verano, tanto en Francia como en Alemania, han dicho actuar en nombre del ISIS, pero yo diría que más bien son restos de un modelo social exhausto y acabado. El hecho de que Hollande haya declarado que "matar un cura equivale a profanar la República", después del trabajo que París ha hecho para destruir el catolicismo, da una idea del nivel de agotamiento que sufre el Estado francés y la idea de Europa que ha promocionado en los últimos siglos.

Ante un caso de putrefacción social tan claro, sería un error que la Unión Europea reaccionara con demasiado dramatismo. Más bien tendría que aprovechar para dar grosor a los valores democráticos de occidente y modernizar el sistemas de defensa, que todavía deben demasiado a la época de los desfiles y las cabras legionarias. Cada periodo de transición genera sus monstruos, más o menos trágicos y estrafalarios. El idealismo del siglo XIX produjo Drácula y Frankenstein y los enamorados suicidas y tuberculosos. De la mecanización tecnológica del siglo XX, salieron los totalitarismos, las cadenas de comida rápida y los rebeldes sin causa.

Los asesinos que ejecutan desconocidos buscando el amparo de Mahoma son un producto de la cultura occidental tan genuino como lo es cualquier aficionado a los selfies, o a denunciar la supuesta xenofobia de algún tertuliano en tuiter. Su narcisismo es mucho más desesperado, es evidente. Y también su vacío existencial. Pero nadie se graba degollando a un inocente tapado con un pasamontañas o entra en un centro comercial con un fusil, sino es para llamar la atención del público y sentirse el rey del mambo un rato. 

Si estos chicos tuvieran ni que fuera la intuición que Dios los está mirando, ni de coña harían lo que hacen. No sé quién dijo que, si el siglo XX había estado marcado por la avaricia de los ricos, el siglo XXI lo estará por la locura de los desequilibrados. Es casi un chiste que el paraíso mahometano que ISIS promete a los jóvenes yihadistas recuerde tanto al sexo hedonista que ofrecen las viejas democracias decadentes. Dicen que quieren acabar con el estilo de vida occidental, y son capaces de lo que sea para formar parte de él.

(Aquí podéis leer la entrevista)