En el poemario Minding the Darkness, el exdiplomático Peter Dale Scott tiene un verso inspirado en las masacres de Indonesia de 1965 que encaja de forma cada día más dramática con el clima de comedia que vivimos en España. Recogiendo un verso de T.S. Elliot que dice que la condición humana no puede resistir mucha verdad, Dale Scott deja caer una cosa así como que toda civilización es “una gran conspiración de negación organizada”.

No tengo el poema a mano, pero es evidente que toda sociedad necesita poder mantener despierto un sistema bien trabado de olvidos y mentiras con el fin de sobrevivir. Todos queremos creer que vivimos en un mundo decente y que nuestro bienestar se aguanta sobre méritos y virtudes que nos hemos ganado a pulso, no sobre el dolor y las privaciones de otros. Al mismo tiempo, todos sabemos que ninguna comunidad es perfecta y que no puede perdurar si no es capaz de resistir los lamentos de sus víctimas y, si hace falta, pagar verdugos que hagan el trabajo sucio.

Para conservar la salud mental, las sociedades se protegen de las verdades que, por el motivo que sea, las pueden destruir o desorganizar. A través de la mentira y del olvido se suprimen los detalles perturbadores que impiden sostener un espacio mental ilusorio pero efectivo de virtud y de esperanza. Eso no quiere decir que la verdad no exista o que esté sobrevalorada, como a menudo dicen los cobardes. La verdad tiene su papel en la perduración de un colectivo y, sobre todo, en su dinamismo. 

Así como concentrarse en los detalles inconvenientes puede estropear la salud mental de un grupo social o de un individuo, un exceso de fantasía nos puede llevar también hacia el colapso psicológico. La verdad estimula el pensamiento, es el combustible que da sentido a las mentiras y los olvidos y los mantiene anclados en el suelo. Así como a veces hay que eliminar las notas discordantes que podrían impedirnos actuar con decisión, a veces el negacionismo nos aprisiona en debates retóricos que no nos permiten superar las situaciones amortizadas.

El equilibrio es delicado y exige políticos capaces de desafiar las inercias corruptoras de la sociedad y del poder. Aprender a verse a uno mismo como una parte del enemigo sólo da seguridad a las almas libres y fuertes. Por eso siempre hay una distancia entre la política profunda de un Estado y la política representada, que es más ligera, tópica y superficial. Como dice Dale Scott, el rechazo que las llamadas teorías conspirativas suelen producir es una expresión visceral del miedo que nos da aceptar la distancia que separa los mecanismos del poder de su puesta en escena.

Aplicando esta idea al colapso que sufre la política española, yo diría que Barcelona y Madrid viven en dos sistemas de negacionismo que se intoxican y se anulan el uno al otro. Mientras que Madrid niega la existencia nacional de Catalunya, Barcelona niega que Catalunya sea un país ocupado. Así el sistema español se acaba consumiendo siempre, de manera cíclica, en la mentira. Lo estamos viendo con la dinámica de desgaste en la cual hemos entrado los últimos años y que ya se ve que acabará por destruir o banalizar todas las verdades que articularon la Transición.

Mientras que en Catalunya los líderes se refugian en un proceso de independencia más retórico que real, en España los políticos jóvenes hacen carrera explotando discursos igualmente buenistas e ilusorios sobre la crisis o la corrupción. El resultado es que el Estado profundo y el Estado público se van alejando el uno del otro y que los ciudadanos van quedando en manos de políticos que más que querer resolver los problemas de su tiempo o contener los abusos de poder, lo que quieren, sobre todo, es sentirse importantes. 

En el siglo XIX, Max Weber definió el Estado moderno como una organización que dispone del monopolio legítimo de la violencia. Después de las dos guerras mundiales, los estados aprendieron a diversificar la represión y a delegar la violencia a una serie de agentes subterráneos o externos que actúan al margen de los discursos oficiales y si hace falta también de la ley. Con la globalización, los gobiernos han perdido parte el control que tenían sobre estos mecanismos represivos complementarios y eso se nota en la exageración de la comedia y la immadurez de las nuevas hornadas de políticos.

Rajoy volverá a gobernar porque es el político que está menos en falso y, por lo tanto, el que menos vulnerable es a los caprichos de estos agentes incontrolados que han ido proliferando en los bajos fondos del poder. El fracaso de Pedro Sánchez ha puesto de manifiesto hasta qué punto la nueva generación de políticos se ha refugiado en la representación, en clave adolescente, de unos valores y de unos discursos que no son suyos, sino de sus padres o abuelos. Me parece que comen carne muerta y que de aquí cuatro años ya no podrán ofrecer ni tan solo la flor de la juventud. Por ejemplo, Albert Rivera ya se puede ir haciendo implantes para conservar el pelo.