Pasa a menudo. Es el domingo, no puedes salir de tu municipio, los bares están cerrados y, además, no tienes amigos. Condenado por la comodidad y el confort irreal que te ofrece el sofá, decides invertir la tarde de tu único festivo en engullir el último producto, por bueno o malo que sea, que te ofrece Netflix, aquella plataforma que, a pesar de ser inferior a sus competidoras en muchos sentidos, siempre acaba encontrando la manera de captar al público mainstream. La última obra que merece tu atención, quizás por su título digno de una canción de punkpop del 2007, es Todos Mis Amigos Están Muertos, una producción polaca dirigida y guionizada por Jan Belcl. Destacar el nombre del creador del filme es pura formalidad, y es que hasta ahora este director de 29 años con cara de no haberse hecho la cama en su vida no había grabado nada trascendente. Entonces, aparece Netflix y, por algún motivo difícil de adivinar, convierte en realidad su fantasía adolescente, una película que coquetea con el gore, la pornografía barata y el humor absurdo de los filmes de serie B. Contra todo pronóstico, la fórmula funciona y el filme escala en las primeras posiciones de los rankings de la plataforma. Tan fácil como eso.

¿De qué va?

Empezar una película por el final sólo puede implicar dos cosas: o la trama avanza con el fin de hacerte creer lo qué no era, o el desarrollo de la acción es tan potente que el desenlace acaba perdiendo relevancia. En el caso de Todos Mis Amigos Están Muertos, pues ni una cosa ni la otra. El filme arranca cuando dos inspectores de policía llegan a una casa llena de cadáveres. Literalmente. Horas antes, decenas de jóvenes polacos salidos, drogados y más alcoholizado que Rita Barberà la noche de Fallas han celebrado una macrofiesta para dar la bienvenida al año nuevo. Pero la cosa no ha salido bien, y es que todos han acabado muertos.

A partir de aquí, y como si se tratara de una mezcla entre Una serie de catastróficas desdichas y Destino Final, la misión del filme es mostrarte con todo tipo de detalles cómo la han acabado cascando los integrantes de la fiesta. La primera muerte es un accidente fortuito, pero lo que pasa a continuación responde a la lógica de la acción-reacción.

¿Pero la pongo no?

¿Tendrías que ver la película? La respuesta probablemente es no. Todos Mis Amigos Están Muertos es la obra que todo adolescente de 15 años quiere ver con sus amigos y la chica que le gusta. Un festival de sangre y sexo donde el desarrollo de los personajes, el guion o las bromas —por decir de alguna manera— tienen una importancia mínima. La gracia, si es que tiene alguna, es ver cómo el fanfarrón muere asfixiado por su propio vómito, como el nerd se cuelga con unas luces navideñas o como un mormón francés es sodomizado por dos polacas desbocadas. Todo, vestido con decenas de arquetipos machistas, tan típicos de este tipo de filmes, y de recursos poco originales. Es lo que hay: la señora madura que todos los chicos se quieren hacer ya la habíamos visto en American Pie.

Pero alerta. Si una cosa hay que reconocer, es que esta espiral eroticofestiva tiene la capacidad de atraparte desde el minuto uno, quizás porque de vez en cuando todos necesitamos volver a aquel momento en que ya no éramos niños pero tampoco adultos, un momento en que nuestra máxima preocupación era corresponder a las exigencias de nuestras hormonas. Hay quien argumentará que Todos Mis Amigos Están Muertos es un homenaje a la comedia negra y los slashers de los noventa. Lo dudo. La película es una mierda, pero a veces, cuando es el domingo y no tienes por mejor para hacer, apetece comerse una de bien grande.