“Empezaron a filmar sin reparto, sin guion y sin tiburón”. La frase de Richard Dreyfuss define a la perfección el inicio de un caos de cinco meses que, quién lo hubiera dicho por aquel entonces, acabaría salvando a Hollywood del colapso. La historia nos ha contado que el rodaje de Tiburón aglutinó todos los problemas y conflictos posibles: un presupuesto desbocado que acabó triplicándose, un calendario de trabajo que no llegaba nunca a su final, un guion que no dejaba de reescribirse, un escualo mecánico que se averiaba cada dos por tres, miembros del equipo que no se soportaban, una dramática rebeldía metereológica, un director veinteañero que debía luchar para ser tomado en serio y para no ser despedido antes de terminar su tarea, presiones constantes de los ejecutivos del estudio que la producía, y una comunidad harta de la invasión inacabable de dos centenares de forasteros que rompían su cotidianidad.

La historia nos ha contado que el rodaje de Tiburón aglutinó todos los problemas y conflictos posibles
Todo empezó con el éxito de la primera novela de un tal Peter Benchley, hasta aquel entonces periodista en medios como Newsweek y redactor de discursos del presidente de los Estados Unidos Lyndon B. Johnson. Tiburón había sido un bestseller sorpresa, y Universal quiso aprovechar el momento para adaptarla a la gran pantalla a toda prisa. Sid Sheinberg, presidente de los estudios, y Richard D. Zanuck y David Brown, productores del film, creyeron que era una buena oportunidad para consolidar a aquel cineasta que había despuntado con El diablo sobre ruedas (1971) y con Loca evasión (1974). Y pusieron a Steven Spielberg a los mandos de la adaptación cinematográfica.
Tiburón había sido un bestseller sorpresa, y Universal quiso aprovechar el momento para adaptarla a la gran pantalla a toda prisa
Todo lo que podía salir mal salió mal
Desde el principio, todo lo que podía salir mal salió mal. Universal aceptó a regañadientes la insistencia del director de rodar en escenarios naturales. Doscientas personas se trasladaron a Martha's Vineyard, una isla frente a Boston perfecta para reproducir la comunidad de Amity, donde sucede la trama. “Se suponía que era un thriller basado en gente normal fuera de su elemento, que lucha contra lo desconocido. Y para eso se necesitaba una verosimilitud que no se iba a lograr en un set. No había más opción que filmar en el océano. Pensaba que sería pan comido, pero no sabía nada de mareas y corrientes, ni de cómo el viento afecta al agua. Fue una pesadilla, despropósito tras despropósito. Pensaba que nunca íbamos a terminar y me imaginé que me iban a despedir”, recordaba años después un Spielberg que no estaba tan equivocado.
Porque, efectivamente, estuvo a punto de no terminar su trabajo. Cuando el presupuesto inicial de tres millones de dólares empezó a quedarse corto, y cuando los 55 días de rodaje previstos se revelaron a todas luces insuficientes, Universal pensó que, ante el inevitable naufragio, había que salvar los muebles: la solución pasaba por echar al director y poner a un sustituto que terminara el film en un tanque de agua de los estudios de Hollywood. Pero, tras acudir hasta Martha's Vineyard para realizar un control de daños, Sid Sheinberg reventó los pronósticos: quién sabe si porque había sido él quien descubrió a Spielberg, le dio su primera oportunidad y confiaba ciegamente en él, o quién sabe si porque la mujer del ejecutivo, Lorraine Gary, era una de las actrices de la película, Sheinberg dobló la apuesta por el film y protegió a su pupilo contra viento y marea. Su decisión cambiaría la historia de Hollywood.

El tiburón no funciona
Entre el inicio del rodaje y el casi despido del director pasaron muchas semanas repletas de los ya apuntados contratiempos. Para empezar, la frase más repetida durante esos cinco interminables meses fue reveladora: “El tiburón no funciona”. El bicho de fibra de vidrio de doce toneladas y unos ocho metros (bautizado como Bruce, en honor al abogado del director, Bruce Ramer) sufrió por el contacto del agua salada con los conductos electrónicos. Tal y como recuerda Steven Spielberg, “fue la experiencia más difícil con la que me he encontrado en la vida. Se nos rompió absolutamente todo. La primera vez que probamos el tiburón se hundió. Sabía que nos costaría tres o cuatro semanas arreglarlo, así que hubo que tirar de recursos”.
Y ahí salió la intuición y el talento de un cineasta prodigioso, que convirtió Tiburón en un impecable ejercicio de suspense casi hitchcockiano. Todos aquellos que hemos visto la película sabemos que el escualo no aparece hasta pasada una hora de metraje. Hasta entonces apenas hemos vislumbrado su aleta. Pero, por encima de todo, el animal asesino se ha sugerido a base de tomas subjetivas acompañadas de las dos notas musicales propuestas por un John Williams que consiguió una de las bandas sonoras más recordadas de todos los tiempos. “Lo que no vemos da más miedo que lo que sí se ve. Y el guion estaba lleno de tiburón por aquí, tiburón por allá, pero en pantalla vemos muy poco al animal”.

La habilidad del cineasta multiplicaría la sensación de terror de un largometraje estructurado en dos partes muy claras: la primera mezcla tres ataques mortales con una contundente crítica al sistema capitalista. Hasta que las aguas de Amity se han manchado de sangre por partida triple, el avaricioso alcalde, obsesionado con no perder las ganancias de la temporada alta turística, no acepta cerrar la playa y financiar la misión de caza del escualo. En su segunda mitad, el film se convierte en una buddy movie, con los tres protagonistas a bordo de un barco en alta mar, tras la pista del bicho homicida. Roy Scheider (conocido por French Connection), Robert Shaw (El golpe) y Richard Dreyfuss (American Graffitti) trasladaron ante la cámara el mismo choque de personalidades que vivían en la vida real. Concretamente, Shaw, que pasaba las largas esperas entre tomas emborrachándose, no soportaba a un Dreyfuss que parloteaba hasta hacer perder la paciencia a cualquiera. Y Scheider solamente soñaba con largarse de aquel rodaje infinito.
Un éxito apoteósico
En todo caso, y tras 159 días, la paz volvió a las vidas de un equipo harto y de los habitantes de Martha's Vineyard. Y poco después, un 20 de junio de 1975, Tiburón llegó a las salas. Universal vio el potencial del producto que tenía entre manos e hizo una apuesta insólita, estrenando la película en más de 400 cines de todo el país, y lanzando una campaña de marketing nunca vista antes. Y salió bien. En realidad, superó cualquier expectativa: el film fue el primero en superar los 100 millones de dólares de recaudación en Estados Unidos (acabaría con 260 millones en el saco, cifra histórica que equivaldría a unos 1.500 millones de dólares de hoy). La fiebre posterior alimentó el entonces nada habitual merchandising (tazas, camisetas...) e instaló el film en el imaginario colectivo, provocando con los baños en el mar lo mismo que Psicosis había hecho años antes con las duchas, traumatizando a millones de espectadores, y demostrando que la fuente más poderosa del miedo es nuestra imaginación.
Nunca pensé que fuera a ser un éxito. Y me cambió la vida: me dio autoridad y la oportunidad de elegir las películas que iba a dirigir a partir de ese momento. Tiburón definió mi futuro
Y para la industria transformó para siempre los estrenos veraniegos, convertida en el primer blockbuster de la historia. Spielberg confesaría: “Nunca pensé que fuera a ser un éxito. Y me cambió la vida: me dio autoridad y la oportunidad de elegir las películas que iba a dirigir a partir de ese momento. Tiburón definió mi futuro”.