A Lillian, la protagonista de The Sweet East, le da todo igual. Incluso se lo tira en cara uno de los personajes con los que se cruza en su sórdido viaje por las anomalías sistémicas de Estados Unidos: y es que su rostro imperturbable, que a duras penas sonríe en el devenir de las escenas, es seguramente lo más retorcido de esta road movie indie con aires de coming-of-age que pretende ser una feroz crítica a la pasividad de la sociedad americana. O como mínimo esa es la sensación que queda cuando aparecen los créditos, porque digamos que no es una película fácil de digerir y que ofrezca conclusiones masticadas.

El relato, que se estrena este miércoles, empieza entre sábanas adolescentes durante un viaje escolar a Washington D.C., donde Lillian (Talia Ryder) se acuesta con un chico de clase. Después se ve a un grupo de alumnos dicharacheros que tienen ganas de comerse el mundo. Pero Lilly no es igual que los demás ni presenta las mismas características alocadas de cualquier otra hormona con patas; al contrario, analítica y perspicaz, parece no estar de acuerdo con lo que el mundo tiene preparado para su perfil de clase humilde. Y de pronto tiene la posibilidad de huir de la excursión con un grupo de punkis irreverentes, a los que se une casi sin pena ni gloria, iniciando un viaje que la llevará de paseo por diferentes estratos sociales e ideológicos, pero siempre desde una apatía juguetona que trastorna a sus interlocutores (y al propio espectador).

SweetEast Talia Ryder Jacob Elordi

Como si se tratara de un cuento de hadas, y con una estética que recuerda al cine de los 80 —evocando esa sensación nostálgica de que cualquier tiempo atrás siempre fue mejor—, esta crónica pintoresca y bizarra desmonta la superioridad nacional. Desde un grupo de supremacistas blancos a comandos islamistas o un par de snobs intelectuales de la élite cultural americana —con un reparto fabuloso de secundarios liderado por Jacob Elordi o Ayo Edebiri—, la película radiografía algunos imperativos de la sociedad americana que, vistos con la perspectiva adecuada, rozan la ridiculez y permiten analizar la movida sin la prisa que da la actualidad, recreándose lentamente en sus contradicciones. En ese sentido, el personaje de Lillian es algo así como una heroína costumbrista que pasa de puntillas por la tragicomedia en la que se convierte su viaje, mostrando las incongruencias estructurales de un país que se vanagloria de ser la garantía suprema de la libertad, pero que peca de lo contrario.

La película radiografía algunos imperativos de la sociedad americana que, vistos con la perspectiva adecuada, rozan la ridiculez

Por eso la protagonista se muestra impávida a los sentimientos propios y ajenos y parece estar profundamente inmunizada contra todo, convirtiéndose seguramente en el conejillo de indias perfecto. Porque escoger un sujeto pasivo para firmar esta crónica acentúa lo bizarro de la travesía y permite resaltar las incoherencias del país en el que se refleja el mundo entero, desmitificando sus costuras. Pero al mismo tiempo, Lilly se alza como el contrapunto descarado que pone entre las cuerdas al establishment hasta el punto de desquiciar al personal, ejemplificando que el miedo no debe ser la única respuesta frente a la realidad hostil de la nación.

Lo repito porque me parece importante para su disfrute: no es una película fácil. Pasan muchas cosas en la trama, el ritmo es frenético y la crítica audaz, pero la división en diferentes capítulos puede desorientar a aquel espectador que se siente en la butaca con la intención de ver una comedia rocambolesca y psicodélica para pasar el rato. Se requiere de una sensibilidad concreta y de una voluntad crítica para poder disfrutar de algo más de hora y media de trayecto, y para comprender qué es lo que ha movido al director Sean Price Williams a diseñar una alegoría despiadada sobre la crueldad, la absurdidad y la reprobación de su propio país.