Me he mudado muchas veces: cuando estudiaba, con mis amigas de la universidad, con personajes desconocidos cuando curré en una cadena de Barcelona sirviendo cafés y trocitos de tarta, otra vez cuando volví a la casa familiar porque no tenía trabajo. Pero este fin de semana me he ido de verdad, con mis chorradas de Ikea, mi tele y, sobretodo, mi sofá. No hablamos mucho de la importancia que tiene tener un sofá propio al estilo Virginia Woolf y de la satisfacción de poder sentarse en él sabiendo que tu culo reposa sobre algo muy tuyo que puedes manchar sin preocuparte de que no te devuelvan la fianza. Hoy en día, quien tiene un sofá tiene un imperio. Me he comprado un sofá por el que siento que me he hipotecado por primera vez en mi vida, porque en esta sociedad superficial la diferencia entre tenerlo me hace saltar de parásito social a sujeto con estatus. Y ahora soy, oficialmente, una señora: incluso he llegado a ese punto en el que mi máxima prioridad es que las paellas no se me peguen.

El primer sofá que he podido comprarme con mi dinero no es moco de pavo. Ya que lo hago, lo hago bien, me dije al poner un pie en la tienda de sofás, un submundo apasionante en el que descubres que existe todo un universo de sofás preparado para captar a todas las almas descarriadas con síndrome del impostor que buscan desesperadamente su trono. Aunque también es cierto que soy una tipa con suerte: tengo un sofá porque tengo una pareja con el que lo pago. Es nuestro sofá, básicamente porque vivimos juntos, pero también, ya puestos, porque yo sola no podría habérmelo pagado. Así que casi tengo un sofá que no me ha llegado y que todavía no he (hemos) pagado: dimos una entrada de los ahorros y ahora tenemos unos meses por delante de cobro domiciliado a final de mes, como la hipoteca de una casa, pero por una superficie de 2 metros cuadrados y sin posibilidad de desgravar. Pero ahí estoy yo, orgullosa y contenta como unas castañuelas porque soy propietaria de un sofá.

No voy a sorprender a nadie si digo que la vida que me había imaginado con 30 (+1) cuando era preuniversitaria es bastante diferente a la que tengo. Yo creía que a los 20 y pocos ya tendría un curro fijo por vocación y bien pagado que me permitiría comprarme muchos zapatos, visitar muchos restaurantes y conocer más países sin sufrir estrés económico. Siempre soñé con poderme comprar un piso reformado de esos insultantes que salen en las series de Netflix, quizás casarme con un amor romántico —culpa de Disney, de Titanic, de las pelis navideñas, de las putas canciones de Alejandro Sanz—, y tener tiempo para hacer cosas que me llenaran, ir a clases de canto, contribuir activamente en alguna causa que considerara justa, sentirme útil para la sociedad y, por supuesto, tener un buen sofá. Visto lo visto, ahora que no tengo proyecto matrimonial ni maternal, ni una carrera profesional estrictamente estable, haberme hipotecado por un sofá es lo más parecido a la edad adulta que estoy experimentando. Como si los sofás fueran un privilegio de moda para tener noqueado al precariado.

Romantizar las migajas me parece otro argumento de despiste para colarnos que, como no estamos tan mal y siempre podríamos estar peor, no vale la pena abrir la boca

Pero aunque mis expectativas de vida se hayan visto truncadas por las crisis que me han tocado vivir —y que desataron personas y políticas de mierda cuando yo no era ni un proyecto de embrión—, se ve que tampoco tengo derecho a queja. Estoy en un limbo en el que con 31 años dicen que no soy joven, pero tampoco mayor. Vivo en ese impás horrible que me hace desaparecer de las estadísticas, de los números oficiales y de los debates sociales: soy demasiado precaria para que me contabilicen como adulta y tengo demasiada experiencia para que me dejen ser joven. Se supone que con más de 30 años ya debería haberme labrado una estabilidad económica pero la realidad es que no me puedo operar para dejar de ser una miope de 6 dioptrías sin pedirles a mis padres que me echen un cable. Algunos, encima, dirán que tampoco puedo quejarme por ello, porque tengo suerte de poder contar con ese respaldo en caso de necesidad. No es que no me sienta afortunada y agradecida viendo los tiempos que corren; sé y soy consciente de que cada vez más gente carece de techo y comida, y que yo no me cuento entre ellos. Pero romantizar las migajas me parece otro argumento de despiste para colarnos que, como no estamos tan mal y siempre podríamos estar peor, no vale la pena abrir la boca. Para qué, si ya tenemos un sofá.