Como en casa éramos pobres, íbamos a la playa. Apiñados dentro del coche sin aire acondicionado, hacíamos caravana al salir de Barcelona. Mi padre siempre maldecía por las noticias de la radio y mi madre, cada dos por tres, se giraba para regañarnos —no recuerdo muy bien por qué.
Entonces, no sabíamos que éramos pobres. No conocíamos a nadie que tuviera piscina, del mismo modo que tampoco conocíamos a nadie que pudiera teletransportarse o que domesticara un dragón los fines de semana. Así que la piscina era un invento mitológico que aparecía en algunas películas, la admirábamos, pero no sabíamos usarla. Hasta que una tarde de mayo descubrí que en mi colegio había un chico, Oriol, que tenía piscina en casa.
—¿En tu casa, seguro?
—Sí, pero no la usamos mucho.
—¿Una piscina solo para ti?
—No, nos bañamos toda la familia.
Para la fiesta de su decimotercer cumpleaños me invitó. A mí y a media clase. No me lo podía creer. El tacto del césped bajo los pies, el sol bronceándome los brazos... Si hasta aquella mañana mi lugar favorito del planeta era mi habitación con la persiana bajada, ahora ese agujero en el suelo lleno de agua fresca y cloro pasaba a ser mi refugio emocional. Me lo pasé tan bien aquella tarde... comprendí lo que significaba ser feliz cuando mis padres decían que en la vida lo más importante es ser feliz...
Le pedí a Oriol volver la semana siguiente, pero me dijo que no, que se iba de viaje con sus padres. Creo que leyó en mis ojos el brillo de aquellos que siempre quieren más. Ese verano decidí que Oriol sería mi mejor amigo. No fue fácil, porque Oriol —así, entre nosotros— era un cretino integral. Decía que en su casa no iban a la playa porque había demasiada gente, y en esa monosílaba había un desprecio que solo yo podía detectar. Decía que siempre viajaban a países donde hacía falta visado y vacunas, y que viajar cansa mucho y que él prefería quedarse en casa, bañarse en la piscina y leer. Creo que a mí me dejaban ir como un acto de buena fe, una manera de decirse a sí mismos que eran buenas personas porque una vez por semana viene este chico del cole de Oriol a bañarse y a merendar.
La tarde que nos quedamos solos en la piscina, deseé tener el poder de teletransportarme. Notaba que le molestaba, que mi presencia le incomodaba. Insinuó que me fuera a casa y bajara las persianas de mi habitación. Pero aquella piscina ya era un poco mía, me había bañado, me había meado, había saltado y me había reído en ella. Y cuando haces todas esas cosas, la realidad pasa a ser un poco tuya. Así que aproveché que nadie nos veía para coger la cabeza de Oriol y hundirla bien hondo, con todas mis fuerzas, hasta el fondo del agua. Conté hasta treinta, cuarenta, cincuenta, y después grité con la voz rota: ¡Auxilio, auxilio, auxilio!