La primera vez que visité Tresor, no entendí nada. Una antigua fábrica, mugrosa y gris: una antigua fábrica, vamos. Y decenas y decenas de personas bailando mirándose los pies, conectando visualmente sólo cuando las luces estroboscópicas lo permitían. Me habían contado mucho sobre el techno de Berlín. De la revolución en las salas de baile que supuso. Yo estaba de viaje estudiantil y sólo me pareció que toda esa gente venía de otro planeta: no hablaban, no se inmutaban ante el taladro de esas bases. 

Volví un par de veces más a la discoteca, situada en el barrio de Mitte, en el centro de la capital alemana. Lo hice porque los chicos con los que compartía el proyecto querían; viví –como todos, supongo– una juventud rebosaaante de personalidad. Yo seguía sin entender nada. Las horas allí dentro se me hacían largas. Tan largas que empecé a notar que incluso me relajaban. El ruido del techno empezó a rebajarse: ya no era una apisonadora, era un vaivén. Y cada vez que ese sonido oscuro y robusto cambiaba de tercio, me aliviaba. Empecé a sentir la fascinación mántrica por la electrónica.

Me obsesioné con los sonidos WARP, como en algún momento le pasó a Martí Perarnau. Y me convertí en un proselitista de la música de baile –como él–, de la más machacona, de la mental, de la ambiental. De todas ellas. No estoy solo en esa gesta. El productor y DJ de Barcelona, cuyo alter ego clubber es Perarnau IV, también es uno de esos difusores incontinentes de la cultura de pista. Responsable del proyecto _juno junto a Zahara, y sobre todo parte del indomable PUTA (2021), Pernarnau ha ido bordeando la electrónica, haciendo incursiones más o menos acusadas en el pop, pero sin dejarla nunca de lado. De hecho, su colaboración con Zahara cada vez es más trallera. Poco tiene que ver el inicio de gira de PUTA con lo que ha acabado siendo: un misil de baile. Pero claro está, en Zahara, o en _juno, hablan dos voces. Y ahí está siempre la gracia, en las concesiones. 

Cuando actúa sólo su cerebro, en el caso de Perarnau IV y en su último EP, Parches, no hay con quien negociar. Aflora lo más deep de su personalidad berlinesa, con ligeras aproximaciones a los malabares que podría ejecutar Jon Hopkins (como en la propia Parches, la que da nombre a la publicación), o aparece el IDM. Habrá quien quiera ver en esta novedad un revival; no se ha escuchado Sant Joan y su intro PC Music. Y tampoco tiene ganas de entender que esto no va de crear, va de difundir algo que compartir. De mostrar, precisamente, parches: momentos de una vida. De una vida dedicada al gusanillo de lo electrónico. A un sonido primario, elemental, básico, repetitivo, divertido, profundo, absurdo. Que te hace volver a algún lugar: a la pista de baile, a la juventud. A ese Berlín.