Esto era algo que iba a suceder: Wong Kar-Wai poniéndose a los mandos de una serie. Y no una cualquiera: muy ambiciosa y, a su manera y estilo, pasada de rosca. Si en un pasado (glorioso), la fotografía, los colores vivos y el romanticismo eran las señas de un cine inequívocamente inusual, en Blossoms Shanghai mantiene parte de aquello, pero añade más cosas —y no todas necesarias—. Si en su cine, por norma general, apostaba por la pausa y, sobre todo, por degustar cada toma y cada gesto (ahí están Deseando amar o 2046), con un tono reflexivo y contemplativo, esta serie arranca con otro ímpetu: el de contar mucho y, no sabemos si intencionadamente o no, marear un poco la perdiz. Con ese énfasis, pone un exceso de piezas en el tablero y, con un ritmo que no es al que acostumbra, el lenguaje visual dista de ser tan reconocible. Ya sea por la música, por la visión que da de la ciudad, queriendo mostrar en todo momento cuán importante es el dinero y el poder. En cierto modo, con la influencia de Succession (la música es una burda copia) y una sobreexaltación que no se justifica.

Blossoms Shanghai
Wong Kar-Wai debuta en el mundo de las series con Blossoms Shanghai

Una especie de apego artificial

Dividida en dos partes, ahora se estrenan quince capítulos en tres tandas de cinco, y en otoño el resto. Los dos primeros capítulos van por un lado y, a partir del tercero, el asunto se calma, permitiendo disfrutar con más pausa de cada personaje y entender qué hacen ahí. Y la imagen, por fin, con una factura más propia y a cámara lenta, a la búsqueda de ángulos más visibles (el ritmo, afortunadamente, decrece). Sin embargo, la percepción no es la misma. Irremediablemente, algo se ha perdido por el camino. La emoción al conocer el proyecto ha virado en cierta zozobra. Quizá aquel cine que nos parecía tan íntimo y sumamente revolucionario ahora no sea más que un intento por no perder comba. En esta maniobra del director chino hay algo forzado y antinatural, aun reconociendo las formas y virtudes de un maestro como ha habido pocos. Y ahí, de nuevo, su amada Shanghái, esa ciudad tan viva y tan exótica.

En esta maniobra del director chino hay algo forzado y antinatural, aun reconociendo las formas y virtudes de un maestro como ha habido pocos

“El traje no viste al hombre, es el hombre el que viste el traje.” En la década de los noventa, con un crecimiento económico tan potente, las apariencias son importantes. Una vez establecido el que fue conocido como Milagro Chino, la gente poderosa quiere tomar asiento. Y en este entramado de negocios aparece Ah Bao, un sujeto que sube casi desde la nada con el apoyo de su tío Ye. Hasta la llegada de una mujer misteriosa que abre un local, El Gran Lisboa; un accidente con muchos interrogantes, y dos mujeres con negocios propios que se ubican en la acción. Con ese mapa, la serie va a ráfagas. Con treinta capítulos por delante y la posibilidad de ir amasando poco a poco la historia, Wong Kar-Wai busca más el efecto que la verdad de una realidad. Y es en el desarrollo de los personajes donde se le ven las costuras a la serie: no congenias con ninguno de ellos. En cierta forma, todos nos resultan ajenos. En el cine de Wong Kar-Wai la atmósfera era clave, pero también quienes la habitaban. Blossoms Shanghai no te agarra de la mano para que los acompañes en un viaje que, supuestamente, debía ser embriagador. Es una especie de apego artificial.

Con treinta capítulos por delante y la posibilidad de ir amasando poco a poco la historia, Wong Kar-Wai busca más el efecto que la verdad de una realidad

“Todos debemos pagar por nuestros errores, incluso los que cometemos con buena intención”, dice Ah Bao. Con esta sentencia como leitmotiv, y a falta de completarla (en China tuvo un gran éxito con un público que ha conectado con ella por las circunstancias actuales de un país completamente monetizado), la sensación con Blossoms Shanghai es de experiencia incompleta (y de no colmar las expectativas). De hecho, y a modo de introducción, el director sitúa la historia y su porqué, pero por encima de todo habla de Shanghái, de cómo la ciudad se convierte en un laberinto lleno de estímulos (y de olores y sabores, con la comida como elemento cómplice), tratando de recrear cómo era en los años noventa. En todo caso, la voluntad de hacer un cine (en este caso, para televisión) con patente de corso sigue inmutable. Otra cosa es el camino (y algún método) que escoge para hacerlo.