Joan Manuel Serrat inició su "despedida por voluntad propia" ayer de noche en el Palau Sant Jordi, dejando bien claro a los espectadores de su último concierto que no estaban a punto de asistir a un funeral en vida. Enemigo de la nostalgia lacrimal y militante de la Tercera Vía (portavoz, en definitiva, de la gente políticamente "imparcial" que se gusta reivindicando un presidente como Tarradellas), el genio del Poble-sec quiso decir adiós al público barcelonés y del resto del mundo con una cierta apariencia de normalidad, por decirlo en términos pandémicos. Sorprende que la mayoría de los compañeros de la crónica sonora destaquen el desbordamiento emocional de un recital que, si nos ajustamos a los hechos y abandonamos los titulares prefabricados en la redacción, fue de todo menos enternecedor, con un público que prácticamente no se echó a cantar hasta que el protagonista de la noche se lo exigió y que solamente mostró cierta espontaneidad cuando parte de la peña silbó a Pedro Sánchez mientras aparecía en la tribuna de autoridades (contra los políticos catalanes, como la consellera Natàlia Garriga, no protesta ni cristo; simplemente, porque nadie sabe quiénes son).

Al helor del ambiente ayudaba un escenario más bien frígido como el del Sant Jordi, con los músicos excesivamente alejados del público, y la coletilla algo artificiosa de una pantalla mural que quiso complementar las extraordinarias canciones de Joan Manuel con imágenes ramplonas dignas de los vídeos de la ANC que me envía a menudo a mi madre cuando hay manifa. También el hecho de que, contraviniendo el hábito de muchos compañeros de profesión, el héroe de la noche evitó matarnos a turras para centrarse en la artesanía del canto que le ha marcado la vida durante más de medio siglo. Porque aquí, al fin y al cabo, lo importante del tema es el terreno de la música, donde Serrat demostró que, a pesar de acariciar los ochenta, todavía puede cascarse tranquilamente un concierto de ciento cincuenta minutos (y amenazar con tener bastantes fuerzas para repetirlo) con un rendimiento sonoro pletórico. Hace muchos años que la voz ya no tiene veinte años, y el vibrato característico que abría las vocales para hacer estallar el gaznate en una sonrisa primaveral ahora es un recurso para alargar unas frases que a menudo acaban medio dichas en cuchicheo. Pero eso tanto da; un artista que ha mantenido canciones vivas durante sesenta años solo merece reverencias y aplausos sonoros.

Concierto despido Manuel Serrat en el Palau Sant Jordi Barcelona Foto: Efe
Concierto de despedida de Joan Manuel Serrat en el Palau Sant Jordi Barcelona Foto: Efe

Es en este sentido, y más allá del peso simbólico de un cantautor que ha crecido en paralelo al público protagonista del intento de Transición hacia la plena democracia en España, que hay que admirar la obra de Serrat: como la de un creador de canciones de primera línea mundial, paridor de melodías extraordinarias. Así admiramos, como si estuviera en la primera audición, la complejísima estructura musical que se esconde en la aparente sencillez de Temps era temps o Cançó de matinada, apología de una vida bonita que el artista es capaz de transmutar en pocos segundos mientras se adentra en el pathos de Nanas de la cebolla de Miguel Hernández o en la aridez de Pueblo Blanco. Solo un fucking genio puede viajar tranquilamente entre la alegría y el luto de esta manera y ser capaz de sumir un estadio en el más absoluto de los silencios cuando entona Pare para levantarlo acto seguido con auténticos borntoruns como Para la libertad, Cantares o la casi conclusiva Fiesta. Música eterna, disparada con una continuidad casi más propia de un disco antológico que de un recital de despido, como si el cantautor quisiera embutirnos de belleza para, nuevamente, alejarnos del llanto.

Las gestas nunca se hacen solo, y hay que recordar que Joan Manuel no habría esculpido su leyenda sin una nómina de francotiradores que todavía hoy perviven a sus ilustres espaldas (encabezado por un titán de la orquestación como Ricard Miralles y un instrumentista a prueba de balas como Josep Mas, Kitflus), una maestría que a buen seguro han traspasado a los excelentes David Palau, Vicente Climent, Balsa Herrero, José Miguel Pérez Sagaste y a la viola-cantante Úrsula Amargós quien, con una presencia escénica auténticamente desbordante de belleza y juicio, podría ganarse el derecho a ser la albacea oficial de la música serratiana ahora que los almendros del compositor ya están batidos. Cualquier dios de la música necesita sucesores que le alarguen la vida (más allá del Espíritu Santo que es Spotify) y Serrat haría bien confiando su legado a una artista capaz de llegar a un público que rebaje la media de edad de ayer en el Sant Jordi. En Catalunya, y la música no es una excepción, las cosas se olvidan demasiado rápido y la tradición se sepulta con una gran facilidad. Cuando puedas descansar, maestro, dale cuatro vueltas.

JOAN MANEL SERRADO 003 Foto: Montse Giralt
Joan Manuel Serrat Foto: Montse Giralt

Los grandes músicos también son su recepción, y eso quiere decir que cada bípedo se los apropia de una particularísima forma. Mi Serrat siempre será el genio de la canción triste, de frase corta y miedosa (es decir, de la canción en catalán; porque nosotros solo sabemos hacer cosas más bien breves y espantosamente mortuorias), el músico de El meu carrer, una pieza que podría haber escrito el mismo Schubert durante uno de sus adorables ataques de sífilis, el compañero tronado del barman que acabada la noche todavía es capaz de cantar Seria fantàstic rivalizando vocalmente con nuestroseñor Frank Sinatra y sí, el autor de una canción perfecta que se llama La guitarra y que toco a menudo desde que tenía diez años, cuando no me mira a nadie, una de las principales corresponsables que todavía me dedique a ser un eterno estudiante de música. Es así, con esta creación inmarcesible, como Serrat decidió acabar su último gran concierto; agradeciendo antes el amor de la familia y un grupo selecto de amigos, y haciéndolo en español, porque así se lo pidió de forma notoriamente burda un conciudadano del público que lleva sesenta años escuchándolo cantando en catalán y todavía no debe acabar de entenderlo del todo. Cosas de la Tercera Vía...

Fue en este instante, en las postrimerías de un concierto sin mucha conturbación de corazón, que el músico afrontó quizás su canción más sencilla, ahora sí, desbordado por la emoción. Se paró justo en medio del tema diciendo que le habían dado una guitarra que no funcionaba (el instrumento no tenía ningún problema; simplemente, tenía la cejilla fuera de lugar para la tonalidad en cuestión), para después interpretarla agónicamente, con los acordes llegando tarde y casi fuera de lugar con respecto al canto. La sublimidad siempre se encuentra en el rincón de lo más falible que guardamos en los dedos y la belleza emerge en la tonalidad del más perfectible que hay dentro de nuestra alma. Después de dos horas de un concierto de nueva normalidad, Joan Manuel, con esta guitarra interpretada a medio hacer... sí que conseguiste que rompiera en llanto.

Todavía lo haces muy bien. Justamente por eso, es un buen momento para dejarlo estar. Muchas gracias, de todo corazón, por la compañía.