Cuando llegamos sonaba Paquita la del Barrio y su ranchera Rata de dos patas, la mejor oda que se haya hecho contra los amantes hijos de puta: rata inmunda / animal rastrero / escoria de la vida / adefesio mal hecho / infrahumano / espectro del infierno / maldita sabandija / cuánto daño me has hecho. La mujer de la puerta se reía tras la mascarilla mientras nos pedía las entradas y la chica de la barra respondía a sus murmullos: bien debían saber ellas que no hay insultos suficientes cuando el amor se muere. Pero la verdad es que todo lo demás era muy de película de Louisiana; olía como a dulce y a borrachera de mediodía, a ginebra y vermut y oliva rellena, a todas las historias que segurísimo ha absorbido la madera del escenario en su guardia de más de 30 años.

El Harlem Jazz Club es la sala de conciertos más antigua de Barcelona, o eso dicen en su página web. No importa en realidad tanto la fecha de inauguración como la supervivencia del espacio: es un lugar al que ir a escuchar música en vivo - jazz, soul, blues, R&B, rockabilly, latina - incumpliendo todas las reglas con las que se cotiza hoy en día nuestra industria musical. Aquí la improvisación sucumbe a los ensayos y la sobriedad le gana el pulso a las luces de neón fluorescente, porque no hacen falta florituras: los instrumentos hablan poseídos a través del cuerpo y los gestos de quién toca. Es otra manera de vivir la música. Igual la única que hay en realidad, la de Janis Joplin o Billie Holliday, la de verdad, y que hemos ido prostituyendo entre tanto festival masivo y concierto de 50 minutos con consumición extra.

Qué suerte vivir en Barcelona, una ciudad repleta de posibilidades, de bares musicales, de garitos alternativos donde la cultura todavía es un elemento transgresor

Léase en estas líneas el ultimátum que nos esclaviza: parece que lo auténtico ya no se lleva y que se ha legitimado que las cadenas de producción masiva sirvan para todo, desterrando la orfebrería a un simple juego para coleccionistas y pujadores profesionales. Da un poco de susto pensar que los buenos artistas se mueren de asco en pasillos de metro, pero está pasando. Preferimos cantidad que calidad y pagar poco dinero por un estímulo excesivo que no podemos asimilar. Consumimos Spotify a raudales sin recordar de quién es la canción que tarareamos todo el santo día. Y no deja de ser una metáfora de lo que está pasando con la vida misma, en realidad: la lógica postmoderna aplastante y narcótica del ir haciendo y ya veremos.

Pero a lo que iba. Estaba yo allí, sentada en el borde derecho de la sala, viendo embobada a los bailarines de swing y los instrumentos salidos del público, flipando con la chica que bailó claqué y dando sorbos a mi Coronita con limón, cuando pensé: qué suerte vivir en Barcelona, una ciudad repleta de posibilidades, de bares musicales, de garitos alternativos donde la cultura todavía es un elemento transgresor. Y es desde estas trincheras de suelo pegajoso, repartidas por tantos y tantos sitios, donde se puede cambiar, al menos, una parte del relato. Empezando por hacer educación y apología del directo, por decir a los más jóvenes (y a los que ya no lo somos tanto) que el ocio nocturno, las fiestas universitarias, el jolgorio y el amor por la música no acaban en grandes salas como Razzmatazz o Apolo: que hay esperanza.