El otro día leí que, conduciendo un programa al mes del podcast Ciberlocutorio y teniendo la exclusiva con Spotify, a Andrea Gumes no le llegaba ni para pagarse un abono del Primavera Sound (que está en 245 euros). Me sorprendió el dato porque yo pensaba que era una tipa que puede vivir de su vocación sin sufrir por llegar a fin de mes: un ejemplo de millennial triunfadora que sí había conseguido subvertir la desgracia de la generación a la que pertenezco. Yo no sé si a Andrea le pasa lo que a mí (lo que a tantas) pero es una barbaridad cómo hemos naturalizado que exploten nuestra ilusión por una oportunidad.

Existe la leyenda urbana que los que nos dedicamos al sector cultural nos ganamos muy bien la vida. Falso. Los autores de los libros se llevan un tanto por ciento irrisorio por sus novelas y lo que reciben los artistas de, por ejemplo, plataformas digitales o actuaciones, en muchos casos es más simbólico que digno. Pasa lo mismo en las redacciones donde se escribe de cultura. Claro que habrá quien replique con nombres concretos del mundillo pero no se puede hablar de mayorías pensando en caras famosas - además, solo del reconocimiento público tampoco se come. Hay mucha más cultura fuera de la industria mainstream, y toda esa suma rebela las tendencias reales de un sector que va multiplicando sus opciones de consumo pero que, paradójicamente, cada vez maltrata más a su proletariado.

Se habla demasiado poco de las veces que el trabajo de fotógrafos, productores, poetas o creadores de contenido se remunera con solo una palmadita en la espalda. Se estila mucho lo de pedir espectáculos en directo a cambio de desplazamiento y transporte, y encima uno tiene que mostrarse agradecido. Tampoco se comentan los sueldos patéticos a las ideas creativas o el poco valor que se da a las horas invertidas en escribir, componer o inspirarse, labores tan intangibles como imprescindibles, muy difíciles de medir con la vara del neoliberalismo con la que se rigen los jefes que dominan el mercado. La consecuencia directa es que muchos artistas se ven obligados a buscarse otros curros porque, si no, no les llega. De hecho, son pocos - cada vez menos - los que pueden vivir exclusivamente del oficio de crear.

Se da poco valor a las horas invertidas en escribir, componer o inspirarse, labores tan intangibles como imprescindibles

Los que trabajan cada día con la cultura en sus manos viven con miedo. Les gusta lo que hacen, claro, pero estoy segura que también les gusta echarse birras, viajar o alquilar una casa bonita y no pueden. Quieren vivir sin el yugo de la incertidumbre cronificada y con la no tan sencilla posibilidad de escoger, porque no solo se trata de gestionar que forman parte activa de un sistema que se aprovecha de la mano de obra; también de lidiar con la culpa de alimentarlo y no poder decir que no. Hemos legitimado el aguante por amor al arte y, si no nos gusta, ya sabemos dónde está la puerta. Esa es la mejor arma del status quo para blindarse y fortalecerse: romantizar la precariedad y desgastar los pilares de los que sostienen el chiringuito con sus hombros.

Hemos interiorizado que de la cultura se vive bien solo porque no la vemos como un bien de primera necesidad, sino como un lujo, puro ocio, y el ocio es todo lo que podemos permitirnos después de haber pagado las facturas. Pero ojo, que no es lo mismo el que pesca los huevos de esturión para hacer caviar que el que se lo come. Eso deberíamos pensar cada vez que compramos una entrada, regalamos una novela o leemos una revista digital. Que lo que vale probablemente ni es demasiado ni es suficiente. Porque detrás de cada producto cultural siempre habrá un porcentaje muy alto de personas que han estado insuficientemente valoradas y remuneradas por su trabajo. Seguro.