Fue la semana que me declaré en el patio del colegio. En ese momento él no soltó prenda, pero me dio un beso en la mejilla y se levantó para seguir jugando al futbol. Unos días después, le contó a una amiga en común que si no estaba conmigo era porque yo estaba demasiado gorda. El primer golpe fue el peor porque siempre duele. Mientras las demás chicas de la clase flirteaban con sus primeros amores adolescentes y eran aduladas con esclavas grabadas de iniciales, yo me pasaba las tardes llorando porque me daba asco mirarme al espejo. Perdí mis 12 años deseando ser otra persona y lamentando mi existencia con todas mis fuerzas sin saber que todavía perdería muchos más. La primera vez que un chico me hizo caso, ya con 15, él era más mayor y tenía novia y yo me convertí en la segundona eterna. Aprendí a regalarme sin esperar nada a cambio y asumí que las migajas bastaban. Porque ¿quién con dos dedos de frente querría estar con una gorda?

No supe leer entre líneas y cuando llegó el siguiente repetí patrones. Me enamoré como una loca y —otra vez— permití lo impermisible: nos veíamos solo cuando él quería, siempre en el mismo lugar, siempre con alcohol de por medio. Él me había dicho que no quería nada serio y utilizó esa excusa para hacerme añicos durante demasiado tiempo. Me dejaba de saludar cuando se liaba con otra en mis narices. Dejó de mirarme a la cara durante meses y cuando me volvió a sonreír una noche acabé metida en su cama. Así era lo nuestro: un estado surrealista de sumisión psicológica que duró unos cuatro años. Incluso el día que reuní un poco de amor propio y rompí cualquier vínculo con él sentí que yo lo había hecho todo mal. Me costó muchos años y mucha terapia dejar de sentirme culpable por no ser suficiente. Nunca supe si fue verdad, pero me llegaron a decir que un día puso cara de asco y le dijo a sus colegas que era imposible que yo le pusiera cachondo porque estaba gorda. Gorda, gorda otra vez. En ese momento, 20 años, pesaba 59 quilos y ya llevaba años sometida a la cultura de la dieta para estar delgada y valer un poco más.

No sabía entonces que eso era solo el principio. Lo peor del maltrato mental es que consigue hacerte creer que la tóxica eres tú. Y quizás por eso me convencí que yo no tenía derecho a que me trataran bien. Todas las relaciones que siguieron fueron humillantes, patéticas y egoístas, todas seguían un esquema similar en el que yo anulaba mis necesidades para complacer al otro. Nunca decía que no. Si el tío con el que había tonteado un par de veces me tocaba el culo violentamente, no levantaba la voz, y todavía accedía a irme con él, aunque no estuviera cómoda. Cuando hacían ver que no me veían, le quitaba importancia. Minimizaba que me ignoraran. Hubo una época que cada sábado, tras salir de fiesta, me hinchaba a llorar. Incluso las noches exitosas llegaba a casa con un nudo en la garganta porque me sentía como un trapo sucio y usado. Escondía todo eso bajo el paraguas de la libertad sexual y en realidad era una ofrenda con patas a coste cero. Desde fuera me tenían por una tía segura y yo me veía una inútil.

Pero creo que la violencia de verdad llegó el día que supe que había sufrido violencia y tuve que mirarla de frente. No la había sufrido por ser débil, por ser exagerada, por ser sensible, ni histérica, ansiosa, dramática, sino porque se daba por hecho que mis deseos y necesidades eran menos importantes por ser mujer, y nunca nadie contempló esa perspectiva. Que no era normal que me dijeran que me llamarían y jamás lo hicieran. O que me dieran la espalda después de haberse corrido sin preguntarme. O que te dijeran que no, que no y que no cuando les implorabas que necesitabas una explicación para tirar adelante. O que te metieran la mano en el escote delante de sus amigos para seducirte, aunque no quisieras. A nadie le gusta saberse víctima porque el primer impulso es autovictimizarte más y sentirte doblemente fracasada, por lo que te han hecho y por no haberlo podido impedir —eres tonta, eres tonta, eres tonta frente al espejo todo el rato—, pero cuando te das cuenta que has sido víctima de violencia de género, empiezas a dejar de serlo y pasas a ser la superviviente que siempre fuiste. Que siempre fuimos. Todas sobrevivimos a la violencia machista. En sus diferentes formatos, a todas nos ha tocado.

La violencia de género es asumir que te odian por culpa tuya

Hay hostias que se ven y otras que no, pero todas buscan anularte, y cuando una pierde su voluntad ya no sabe dónde está el límite entre el maltrato y la paranoia. La terapia psicológica duró muchos años. Tuve que aprender a quererme un poco y a quererme mejor. A abrazar a mi niña interior y decirle que todo estaba bien. A poner límites entre mis pensamientos dañinos y la realidad. Tuve que bloquear el automatismo de insultarme y adjetivarme siempre en negativo. Aún sigo comparándome con las demás y valorándome de menos. Sigo teniendo la inseguridad de que me vean un ser inservible e incompetente porque demasiadas veces me creo un ser inservible e incompetente. Es curioso, pero mi pareja siempre dice que me disculpo demasiadas veces por cosas que no tienen nada que ver conmigo. Hasta cuando estornudo pido perdón. Me da miedo molestar y que no me acepten. Desde ese día en el patio del colegio me da pánico que me vean como la gorda que no se merece amor. La violencia de género está en cosas tan imperceptibles como estas. La violencia de género es asumir que te odian por culpa tuya.

Tengo días de todo, no es una batalla ganada y quizás no lo sea nunca. Sigo y seguimos luchando por dejar de sentirnos pisadas, aunque hay huellas dolorosas del pasado que es imposible borrar del todo. Al menos ahora ya sé que la culpa de todo la tiene el puto sistema y no yo. Malditos sean los abusadores que abusan y los cobardes que callan, parafraseando al político. A todos mis examantes yo no les pido perdón, como dice Rigoberta Bandini en su canción. Con algunos he podido hablarlo y otros ni eso se merecen. El perdón me lo pido a mí por haber aguantado lo que he aguantado y haberme odiado durante tantos años. Y por eso lo explico, para no olvidarlo. Mi historia personal importa una mierda hasta que es la historia de todas. Y la de todas también es la mía.