Desde que estalló el fenómeno de las series, hay unas pocas que se han ganado la categoría de "intocables", es decir, que tienen tanto apoyo popular y virtual que se hace enormemente difícil mantener un debate con bastantes matices sobre su recorrido. No hay duda de que Juego de Tronos es uno de esos ejemplos más flagrantes. La primera pregunta que se hace todo el mundo sobre ella, sea o no fiel a la causa, es cómo se explica su éxito, porque sobre el papel, no lo tenía fácil. Para empezar, porque el género de la espada y brujería nunca ha sido de masas, pero sobre todo porque todo relato que acaba incurriendo en el hecho fantástico acaba teniendo que dar más explicaciones de las necesarias. No olvidemos que esta serie contiene, entre sus atractivos, ni más ni menos que dragones y zombis.

La respuesta, en su formulación más sintética, radica en la mística de los libros de George R.R. Martin, en sus muy contemporáneas lecturas políticas, y en su hábil conjugación de dos elementos fundamentales para la comercialidad moderna: sexo y violencia. Dicho de otra manera, es una serie que puede enganchar al intelectual y al evasivo, al adolescente y sus padres, los mitómanos y los descreídos. Para algunos, es la culminación de la capacidad de numerosos géneros para explicar el mundo; para otros, es un Dallas medievalitzado capaz del más imprevisto de los giros narrativos. Para todos, al final, es un must, una cita ineludible, aquello que tienes que ver para poder tuitear, opinar, criticar o valorar con voracidad.

El éxito de Juego de tronos radica en la hábil conjugación de dos elementos fundamentales para la comercialidad moderna: sexo y violencia

Hoy que se estrenará la séptima y penúltima temporada, es un buen momento para hablar de su camino previo. Después de la muy hitchockiana idea de matar al teórico protagonista de la función en el penúltimo capítulo de la primera, Juego de Tronos ha sido la crónica de un aplazamiento: el de la gran guerra entre unos metafóricos Oriente y Occidente que, a su vez, libran numerosas batallas internas para la legitimación del poder. Sin olvidar la persistente amenaza de este invierno en la forma de unos enigmáticos seres sobrenaturales, los caminantes blancos. Fuego y hielo, luz y oscuridad, vida y muerte. Cada balance de temporada de esta serie ha sido casi un greatest hits de los momentos más impactantes, como despreciando el notable poder de convicción de algunas de sus escenas más intimistas, que a menudo tienen un lirismo de inspiración clásica poco habitual en la televisión actual, y obviando en muchos casos las (evidentes) irregularidades narrativas. No, Juego de Tronos no es ninguna obra maestra: tiende al adocenamiento de tramas (a veces por la fidelidad a unos libros que, afortunadamente, dejaron de condicionar los guiones a partir de la sexta temporada), hay episodios que, queriendo transitar hacia algún lugar, olvidan la necesaria autonomía dramática; y tiene soluciones visuales que quieren resultar espectaculares pero sobrevaloran el poder de la técnica. En este sentido, los escenarios gerundenses dieron fe de que no todas las campanas digitales se parecen a las de verdad.

Juego de Tronos también ha sido la crónica de un aplazamiento: la gran guerra entre unos metafóricos Oriente y Occidente, que entregan numerosas batallas internas para la legitimación del poder

Y otra pregunta muy frecuente: ¿la séptima temporada, qué? Pues de entrada tiene el reto de hacer valer la reducción de capítulos (la que se acaba de estrenar tendrá siete, y la final, seis) para ganar dinamismo argumental y, también, concisión narrativa. Ir al grano le irá muy bien a una serie que, sobre todo en la cuarta y quinta temporadas, era víctima de su propio poliedro de tramas y personajes. Tiene que haber el choque de trenes entre Cersei Lannister y Daenerys Targaryen, la definición del papel de Jon Snow y Tyrion Lannister en el futuro de los reinos y la simbólica caída del muro que contiene a los caminantes blancos, aunque eso último tiene mucha pinta de configurar el eje de la octava temporada. Pero pocos pronósticos se pueden hacer, porque esta es una serie que basa gran parte de su potencial en las muertes imprevistas. Se nota que el mismo Martin está detrás de las decisiones creativas, ya que Juego de Tronos se ha erigido en un auténtico dilapidador de las expectativas. He ahí su verdadero legado: en tiempo de series dilatadas y estropeadas por la obsesión de satisfacer a su público, esta producción de HBO ha convertido el pasmo y la frustración en un extraordinario motor narrativo. Gustará más o menos, pero de lo que nadie la podrá acusar nunca es de condescendiente.