Gerda Taro fue la sombra de Robert Capa durante demasiado tiempo. La mujer al lado de la leyenda, la esposa del fotoperiodista de guerra más famoso del siglo XX, la tipa que solo hizo algunos pinitos en el mundillo. Todo mentiras que se fueron reproduciendo por el machismo histórico y por un Endre Friedmann que no tuvo agallas para reivindicar la labor fotográfica de su compañera de vida. Porque Robert Capa fue, en realidad, un pseudónimo: el que crearon estos dos judíos refugiados para que sus fotos estuvieran mejor revalorizadas en el mercado. Ese reconocido fotógrafo americano al que decían representar se lo inventaron un día entre bambalinas, y la gesta tuvo su recompensa: sus instantáneas, las de ambos, empezaron a venderse como churros. Al alcanzar más popularidad, Endre empezó a ser la cara de Capa, hasta que se mimetizó tanto con el avatar que redujo a Gerda a un segundo plano. Utilizó su privilegio de hombre egoísta para usar el nombre a su antojo. Como Carmen Mola.

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Esta historia de invisibilización y olvido es el argumento sobre el que se construye Negatius, una obra escueta pero intensa escrita y dirigida por Sílvia Navarro que pone el dedo en la llaga de una situación nada anecdótica. En una Sala Flyhard minúscula que permite que una treintena de espectadores pueda cortar el ambiente con un cuchillo, Laura Riera y Roger Vidal se reencarnan en el matrimonio que mejor cubrió gráficamente la Guerra Civil Española, aportando imágenes tan icónicas como Muerte de un miliciano —no se sabe quién la tomó, incluso hay sospechas que podría ser una imagen falseada— o Entrenamiento de una mujer republicana —otorgada a Taro—. De hecho, ella fue la única mujer que tomó fotos en el frente durante la contienda. Google dice que Robert Capa falleció en 1954: el día que Endre Friedmann pisó una mina antipersona mientras cubría la guerra de Indochina. Pero Robert Capa murió dos veces: ese día y el 26 de julio de 1937, cuando Gerda Taro fue atropellada accidentalmente por un tanque republicano en la batalla de Brunete 5 días antes de cumplir los 27 años.

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Foto: Juanjo Marín

El texto de Negatius pasea de puntillas por la biografía de estos dos fantasmas, dibujando a pinceladas una historia que ha permanecido décadas deambulando en silencio. En 2008 se descubrió material inédito de la pareja en una maleta aparecida en México que contenía imágenes nunca vistas y se abrió, también, la caja de los truenos. ¿Por qué Friedmann, ya convertido oficialmente en Robert Capa a ojos de todos, mantuvo la boca cerrada? ¿Por qué dejó que el recuerdo de Taro permaneciera en el exilio? ¿Y por qué hay gente todavía que sigue hablando de ese fotógrafo americano como sinónimo de Endre Friedmann? Desde entonces se ha hablado mucho de la forma, pero menos del fondo: se echa de menos también en la obra ese retrato más profundo y emocional, no tan de amor quinceañero, sino una radiografía más exhaustiva que ahonde en una Gerda absolutamente sombreada por la figura de su pareja sentimental y profesional que le devuelva a voz que durante décadas le fue arrebatada. Cuando los hechos objetivos ya están manidos, la reinterpretación subjetiva de los pensamientos ajenos es tan injusta como necesaria.

La conjunción estricta de ambos durante todo el rato que dura la acción dificulta que se pueda conocer su individualidad, que es precisamente lo que todavía arrastra más sombras e interrogantes

Navarro nos presenta en la obra a una Gerda Taro ambiciosa y empoderada pero que tuvo que resignarse, como otras tantas antes y después y todavía, a un mecanismo sistémico gobernado por hombres. Sin embargo, su figura siempre aparece complementada o como una extensión de él; o él de ella. Y esa conjunción estricta de ambos durante todo el rato que dura la acción dificulta que se pueda conocer su individualidad, que es precisamente lo que todavía arrastra más sombras e interrogantes. Quizás hubiera sido interesante hacer un retrato exclusivo de Gerda Taro, reflexionando sobre sus intríngulis emocionales, o una penitencia del Capa masculino intentando justificarse o eximirse, si es que realmente había algo de culpa en su ser.

Y quizás, también, la intención de la dramaturga es todo el rato apartar del foco la mirada de los reporteros fotográficos para mostrar fugazmente sus almas personales, pero tampoco deja de sorprender que, en lo que también pretende ser una batalla de egos por el reconocimiento público profesional, no aparezca ninguna foto. En suelo escénico, los documentos gráficos son sustituídos por algún lienzo oculto en una maleta y escritos a rotulador que van tejiendo los propios protagonistas. Palabras sueltas que los actores enfatizan en los lienzos blancos de las paredes y cuya tinta desaparece de forma efímera, perdiéndose en el vacío. ¿Y si la misma historia se hubiera escrito con un pintalabios rojo permanente?