Hay cineastas que se han ganado a pulso que, cuando estrenan una película, la impaciencia nos queme la sangre. Michael Mann es uno de ellos. Forma parte de la estirpe de los Tarantino, Fincher, Nolan o Scorsese. Cada uno de sus proyectos nos ponen, y me permitiréis la grosería, calientes. También es verdad que, si nos paramos a pensarlo, han pasado más de veinte años desde que dirigió sus dos obras maestras, Heat (1995) y El dilema (1999). Después llegarían la magnífica Collateral (2004) y las menos redondas, aunque notables, Corrupción en Miami (2006) y Enemigos públicos (2009).

Sirva esta introducción para justificar las expectativas con las que recibíamos este singular retrato de Enzo Ferrari, el piloto, ingeniero y empresario (y tesoro nacional para los italianos) que hizo grande la marca automovilística que lleva su apellido. Basada en el libro Enzo Ferrari: The Man and the Machine, de Brock Yates, el nuevo filme de Michael Mann centra su mirada en un punto de inflexión vital para el personaje: 1957, hace cosa de un año que su hijo, Como, ha muerto por una distrofia muscular. Laura, su mujer, descubre que Ferrari ha tenido una doble vida, una relación sentimental paralela y un hijo ilegítimo. Además, la empresa está a punto de implosionar, acercándose peligrosamente a la quiebra ("otros corren para vender coches, yo vendo coches para correr", afirma, dejando claro el espíritu que lo mueve; él es un amante de las carreras, y el suyo es un producto de lujo, solo para bolsillos llenos, y no está dispuesto a que cualquiera pueda conducir uno de sus coches).

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Y nuestro hombre confía su futuro en los resultados que la escudería puede alcanzar en una carrera mítica: la Mille Miglia. Se trataba de una competición de velocidad y resistencia en carretera, y no en ningún circuito cerrado, aplicando a la velocidad de los coches las formas de las carreras ciclistas, y que hacía un recorrido de unos 1.600 km. desde Brescia hasta Roma para volver a la ciudad lombarda. La del año 1957 fue, justamente, la última en celebrarse (muchos años después volvería, pero convenientemente transformada) por culpa de un accidente que la historia bautizaría como la Tragedia de Guidizzolo.

Mann dibuja a un personaje que mezcla la ambición con la arrogancia y el estoicismo con la falta de escrúpulos

Todo este contexto sirve para que Mann dibuje a un personaje que mezcla la ambición con la arrogancia (cuando uno de sus pilotos muere en una de las pruebas de sus bólidos, él se excusa diciendo que la culpa es de su madre, que lo ha empujado a tener relaciones con chicas ricas, y que su chica, presente en aquel trágico momento, lo ha distraído), el estoicismo con la falta de escrúpulos: en su vida personal o en aquel revelador momento en el que, a punto de empezar la Mille Miglia, instruye y da instrucciones a cada uno de sus cinco pilotos, animándolos a ganar pero también a competir entre ellos, como si fuera un general que envía a sus soldados a la guerra, a morir o matar; o, mejor, a morir matando. El retrato del Commendatore, así le decían sus subordinados, encuentra un perfecto transmisor en un Adam Driver a quien deben verle pintas de italiano rico, después de interpretar también al protagonista de la demencial La Casa Gucci (Ridley Scott, 2021).

Inconmensurable Penélope

Mientras esperamos a que la película coja impulso con la carrera, los dos primeros tercios de Ferrari se concentran en los conflictos familiares y laborales del empresario, y es aquí donde Michael Mann encuentra a una cómplice de altura que disimule que el cineasta va con el piloto automático, como un niño perezoso a quien cada mañana le cuesta sacarse las legañas de los ojos para ponerse en marcha. Penélope Cruz coge el volante y está inmensa, convirtiendo cada una de sus apariciones en una clase magistral de interpretación: Laura, la esposa de Enzo Ferrari, es una mujer rota por la muerte del hijo, una mamma resignada a las infidelidades del marido y furiosa cuando descubre que es la única que no sabe de su doble vida. La pasión y el rencor de un personaje a ratos espectral, vengativo pero calculador, contrasta con la frialdad el conjunto, y hace que Penélope pueda lucir todo su talento y nos distraiga de una narración que no acaba de arrancar. La energía de la película es más bien baja cuando el Commendatore discute con su amante (una desdibujada Shailene Woodley) si reconocer y dar su apellido al hijo pequeño, o cuando, convencido de la necesidad de conseguir inversores para seguir existiendo como en marca, conspira para negociar con Agnelli con la amenaza de hacerlo con Henry Ford: "No podemos dejar Ferrari en manos de extranjeros", le dice al dueño de la Fiat.

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Pero es la belleza de aquel momento en el cual los pilotos escriben cartas a sus personas amadas, siempre conscientes de que la siguiente carrera puede ser la última y que cada competición puede ser una cita con la muerte, la que abre un tercer acto que pisa el acelerador a fondo. Da la sensación que Michael Mann esperaba aquel momento, que todo lo que hemos visto hasta entonces era el peaje a pagar por, ahora sí, poner toda la carne en el asador. Es entonces cuando nos reencontramos con el cineasta que nos flipó con Heat, con El dilema y con Collateral. El Mann que convierte la Mille Miglia en una experiencia inmersiva, que a ratos nos recuerda a la carrera de cuadrigas de Ben-Hur, que nos hace oler la gasolina y sentir la velocidad en el aire que nos sopla en la cara, que nos deja boquiabiertos con las escalofriantes consecuencias del pinchazo de un neumático. Una llamada telefónica final nos deja clara que ganar a cualquier precio resume la esencia de un personaje casi operístico, pero que, con esta película, nos deja con la barriga medio llena. O medio vacía.