Hay un elemento que cobra la misma relevancia al principio y al final de nuestra vida: el culo. Buena parte de lo que somos nace y se apaga allí detrás, no podemos hacer más. El origen y la extinción de la cosa humana están íntimamente ligadas al descontrol del esfínter.

Durante la juventud y la madurez, somos capaces de controlar nuestros instintos más básicos, también los que murmuran bajo la columna vertebral. Sin embargo, aunque largo, es sólo un espejismo. Cuando somos demasiado pequeños, hace falta que llevemos pañales porque todavía no hemos aprendido a reprimir las ganas de ir al lavabo. Cuando somos demasiado mayores, hace falta que los llevemos porque nuestro cerebro ya no está para hacerse el sofisticado.

Un proceso de deterioro

Decía Fitzgerald que la vida es sólo uno continúo procés de deterioro, y digo yo que, a una cierta edad, cagarse encima es un síntoma inequívoco de decrepitud. De hecho, seguramente es el definitivo.

Hay líneas que cuando se superan ya no se pueden volver a cruzar. El único consuelo es que es una penitencia compartida, que no entiende de clases ni de categorías. Todos nos hacemos viejos, todos nos arrugamos, por dentro y por fuera; todos, si cometemos la imprudencia de aguantar demasiados años, acabamos dando un poco de lástima. Y cuando digo todos, quiero decir todos, también aquellos que han creído estar por encima del bien y del mal; criaturas desbocadas, peligrosísimas, que no se rigen por ningún código moral.

Gente que ha intimidado, que ha extorsionado, que incluso ha matado, y a la que ahora hay que meterle la cena en la boca con una cuchara. Los monstruos, de viejos, dejan de ser monstruos: se corre la cortina y de repente aparece la misma mierdecilla frágil y marchita que seremos la mayoría cuando ya tengamos un pie en el otro barrio.

Esta, la de la decadencia como castigo inevitable y desmitificador, es la idea sobre la cual se levanta Capone, la película de Josh Trank que desde hace unas semanas se puede ver a Filmen. La pieza, que la crítica ha considerado excesiva y exagerada por su forma de presentar al histórico personaje, explica el último año de vida del gángster, interpretado por Tom Hardy, una vez lo han dejado salir de la prisión de Alcatraz con 47 años y una demencia colosal. Parece que al mafioso se le ha atrofiado el cerebro a causa de una sífilis mal cuidada que contrajo en la adolescencia, y ahora gasta sus últimos cartuchos (no es un decir, hay tics que ni siquiera la senilidad hace desaparecer) retirado en una mansión en Florida, no pudiendo aguantarse derecho, balbuceando incongruencias, babeando sin control... Y haciéndoselo encima cada dos por tres.

capone

Casaos con un arqueólogo

Agatha Christie recomendaba a todo el mundo que se casara con un arqueólogo, para que así, como más viejo te hicieras, más interesante te encontraría. El problema de Al Capone es que cuando ya está hecho polvo sólo aguantan a su lado la familia y un par de socios, a aquellos que, precisamente, vieron desde primera fila cómo se convertía en el hombre más temido de la América oscura.

Nadie tiene derecho a escoger como será su final. A todos nos gustaría diñarla como Oscar Wilde, en la habitación de un hotelcito maravilloso, rodeados a cuadros luminosos y tapados con una sábana limpia, descolgando el teléfono del servicio para pedir una botella del champán más caro de la carta, y despidiéndonos del planeta con una frase insuperable: "estoy muriendo por encima de mis posibilidades". Pero este tipo de escenas, desgraciadamente, sólo pasan a las leyendas. Lo más normal es marcharse como llegamos: sucios, débiles, soltando un gemido incomprensible.

El puto Bugs Bunny

"Pero ¿quién se cree que es, el puto Bugs Bunny?", le lanza el hermano de Al al doctor cuando este sugiere, después de que el enfermo sufra un ictus, que sustituya su inseparable puro por una zanahoria. El puro de Capone es la única cuerda que lo sigue amarrando en lo que un día fue; si cae, también lo hará definitivamente su pasado oscuro, sanguinario y, a pesar de todo, poderoso. Es el karma cobrándose sus facturas con intereses.

El ciclo de la vida y la venganza, que tarde o temprano llega. Al fin y al cabo, Hitler también dijo adiós con la cola entre las piernas, escondido en un bunker y tragándose una cápsula de cianuro, sin ni siquiera tener los huevos de esperar que diera impresión, rematándose con un tiro en la cabeza. O Mussolini, a quien los partisanos, una vez muerto, tuvieron que colgar de la fachada de la gasolinera de la Plaza Loreto de Milán entre las golpes y las patada de la gente: minutos antes, una mujer muy cabreada había orinado sobre su rostro.

Tom Hardy Capone

A Messi también le atarán los cordones

Haber sido una bestia sin escrúpulos no te exime de tener un desenlace penoso. La caída de nuestras facultades se produce cuando toca, y da igual si nosotros nos oponemos. Conscientes de la inclemencia del paso del tiempo, y de sus efectos devastadores, algunos como Hemingway o Hunter S. Thompson optaron por saltar del barco antes de que fuera demasiado tarde.

A veces hace más miedo ver la vida deteriorarse que perderla. Ante esta circunstancia, quizás sólo nos queda tratar de afrontar las últimas páginas del relato con la máxima entereza posible; como ejemplo a seguir, vale más decantarse por el de otro escritor, Ian Fleming, que cuando la ambulancia lo llevaba a morir en el hospital, todavía tuvo el gesto de disculparse con los camilleros por las molestias causadas y hacer un breve comentario sobre el tráfico: "No sé cómo os lo podéis hacer para ir tan rápido con la de gente que hay en la carretera estos días".

Nadie puede esquivar su propio declive. Incluso en Messi habrá un día que lo tendrán que atar los cordones. Hay quien, para consolarse, piensa que después de esta escabrosa última etapa a la Tierra le espera una nueva en el cielo, y que entonces todo volverá a subir, como una fuente mágica. Pero claro, se tienen que haber hecho muy bien las cosas para dar por descontado que irás a parar ahí arriba. Al Capone se marchó definitivamente el 25 de enero de 1947. Lo encontraron muerto en la bañera. Viendo su historial, tiene sentido que en la lápida, más que un recuerdo, pidiera que escribieran un deseo: "Jesús mío, ten compasión".