Lo mejor que se puede decir de Madness es que son Madness. Ese es el mayor elogio que se les puede dedicar. A su manera, son como Monty Python: un elemento iconográfico de una Inglaterra que ya no existe como tal. Con su humor ácido, afines al proletariado y con un estilo que bebe del ska, el pop o el soul blanco —pero que, sobre todo, se define por sus canciones con ese sello 2 tone (fusión de ska jamaicano y punk)—, Madness, además, son un grupo con una imagen icónica (sus trajes, las gafas de sol, el sombrero). Por ejemplo, en el box set The Lot de 1999, que compilaba todos sus discos de estudio hasta entonces, el paradigma eran aquellas botas de la portada: altas y de color marrón. Un calzado con mil usos: servían para ir a la fábrica, para ir al campo, para patear un balón, para entrar (si habías hecho una trastada) con ellas al calabozo y, en un momento dado —y lo más importante—, eran ideales para salir a mover el esqueleto en la pista de baile del pub.
Lo mejor que se puede decir de Madness es que son Madness. Ese es el mayor elogio que se les puede dedicar. A su manera, son como Monty Python: un elemento iconográfico de una Inglaterra que ya no existe como tal
Durante su carrera, Madness han tomado buenas decisiones. Incluso una bastante extraña por lo prematura: tras su tercer disco publicaron un recopilatorio en 1982, Complete Madness (que incluía la inédita House of Fun, número 1 en las islas). A día de hoy, sigue siendo su disco más vendido. Aunque es en su debut de 1979 donde están concentradas gran parte de sus hazañas. Ver a la caravana de Madness es como ir al circo: hay todo tipo de atracciones (y distracciones). Y, sobre todo, mucha diversión (un buen y generoso lote). Ese ha sido —y es— el magma principal de la banda: no se acepta a quien no venga a pasarlo bien con ellos. Esa es una norma y, en definitiva, un estilo de vida, el de un grupo con diez miembros que sigue girando tras cuarenta y cinco años de trayectoria. Así que más les vale mantener esa actitud. Y aunque lleven la mochila llena de canciones, todavía graban discos porque es la manera de mantenerse vivos. C’est la vie y su teatro del absurdo de 2024, dividido en cuatro actos, simboliza lo que han sido siempre: representantes de una tradición callejera con un carácter gamberro.
Ver a la caravana de Madness es como ir al circo: hay todo tipo de atracciones (y distracciones). Y, sobre todo, mucha diversión (un buen y generoso lote)
La casa de la diversión
En los prolegómenos del concierto, lo más llamativo era el personal: una fauna diversa que en sus caras llevaba un solo signo, la alegría por estar allí, ante esa cita. El objetivo era bailar, ver caras conocidas y, ya de paso, rememorar viejos tiempos. En pantalla, un mural de ladrillos y una televisión antigua al ritmo trotón de One Step Beyond. “¿Cuándo arrancará esto?”, se preguntaban algunos. Luego, un Help de The Beatles atropellado, sin música ni feedback. A continuación, el tributo merecido y justificado a Prince Buster (deliciosas sus imágenes). Y el mapa callejero de Camden Town volvía a escena, una bola de espejo aumentada y, mientras tanto, Madness apostando en ese tramo por su vertiente más pop (algunos les pedían más marcha; se llegó a oír un sonoro “¡espabila!”). Desde ese lugar funcionan mejor sin vientos: suenan más robustos. Entre medias, The Harder They Come de Jimmy Cliff, para que corra la marihuana.

Hasta que llega House of Fun, y ahí todo cambia. Quienes reclamaban más acción se precipitan hacia las primeras filas: el espíritu Oi! les captura. Baggy Trousers la clavan, suena más enérgica que nunca, y Our House, por consenso, quizá sea la más celebrada (más de 334 millones de reproducciones en Spotify). Esa misma que nos llegó aquí por otro canal: el de la serie Els joves, que podíamos ver en TV3). Tras una despedida un tanto extraña y abrupta, vuelven con ese Madness con letras gigantes (Prince Buster, otra vez) y la espléndida Night Boat to Cairo. Con el rótulo de “The End”, la sensación es que aquello no ha caminado tanto como quisiéramos, pero con esto es suficiente. La mayoría queda conforme: se han cumplido los mínimos (y hasta hemos podido tararear como fin de fiesta el Always Look on the Bright Side of Life de Monty Python). Y se ha mantenido la conjura: no hemos dejado de sonreír. Porque, en el fondo, esto no era más que una fiesta veraniega, y Madness, los invitados de excepción.