No te engañes, lector, con los inquietos forcejeos entre palabras y significados, sistemáticamente te desasosiega la ambición venérea, la vanidad ante los demás, la arrogancia del poder, del dinero, del conocimiento, y de una manera o de otra quieres acercarte a todo eso, atraído por el abismo. Sabemos que existe ese inmenso vacío después de la comida, ese salto cósmico de la hora de la sobremesa. Por eso, Eric Rohmer llevó al cine, en L’amour l’après midi, a su manera franca pero francesa, el Secretum, el libro principal de Francesco Petrarca, el poeta que lo fue todo en Europa (hablando del amor de Laura) hasta que llegaron los Leopardi, Keats, Baudelaire y todo ese grupo. Más o menos hasta la aparición de Mallarmé, en muchas cosas parecidas al italiano, escritor también de lecturas femeninas en un vulgar que ya se ha convertido en soberano. Rohmer habla de esa hora tonta del día (mucho más tonta en Barcelona que en París y sin duda tan meridionalmente vacía en la Vaucluse). Es la hora en la que el tedio nos tienta. Nos tientan las ganas, el deseo, inmoderado, de no querer nada.

Es El secreto uno de los libros mayores de la modernidad de todos los tiempos y de todos los sitios

No se trata, lector, tú bien lo sabes, de la pereza o del ocio. No es exactamente tristeza ni tampoco melancolía. Es la abstención pese a tener el sentido dinámico y culpable del deber. Es lo que los clásicos llamaban acidia, la neurosis de los hiperactivos individualistas como Goethe o Eugeni d’Ors (Oceanografía del tedio), el spleen de Baudelaire, eso que pintó Brueghel junto a los demás vicios y que Dante situó en el infierno (VIII, 121-126). Petrarca lo define en El secreto con la imagen de un castillo sitiado. Es la hora pánica de la que habla el salmo 91, 6: el azote del mediodía. Te detienes solo cuando consigues pensar por ti mismo, desgraciado, cuando ha nacido en ti, como una flor venenosa, el individualismo. Cuando eres propietario de tus genitales. Y es como el mar, que reclama más cuanto más recibe. Y ni el amor ni el arte pueden tenerlo sujeto.

Petrarca nos invita al arte de la consolación y nos enseña a consolarnos

Es El secreto uno de los libros mayores de la modernidad de todos los tiempos y de todos los sitios. Lo certifican sabios de gran aparato, Hans Baron, Charles Trinkaus y George W. McClure, que han logrado revelar la oculta herencia de Petrarca a sus iguales. El secreto tan bien guardado es el nacimiento de la conciencia del hombre moderno hecha de acidia y, complementaria y contradictoriamente, de fuerza de voluntad. El secreto es que nos repugna la masa. No es una casualidad que los tiempos modernos coincidan con el industrialismo, y que el renacimiento italiano elabore tanta belleza mientras reflexiona y se entretiene sobre la posibilidad de no hacer nada. Por debajo de discusiones aparentemente religiosas, Petrarca nos invita al arte de la consolación y nos enseña a consolarnos. El hombre moderno, el que va al psiquiatra, ha olvidado el consuelo. Y las trampas de la cultura, la necesidad de la moral frente al asco de la metafísica y de la palabrería de los estetas. También de la quimera de Laura, hecha de divinas palabras que no lograron darle al poeta ninguna otra vida nueva. De joven había ansiado eso, cuando era el Petrarca que iba siguiendo a Dante. Una vez le vio, de lejos, en Pisa, dicen. Buscaba al maestro, al padre, pero sobre todo al fantasma, al “cerrado círculo neumático donde se celebra la unión sin fin del deseo y del objeto del deseo”. Así lo describe Giorgio Agamben.