Cuando de pequeña los lunes en la escuela me hacían escribir la redacción de lo que había hecho el fin de semana siempre me mareaba. No sé cómo lo vivíais, vosotros. Recuerdo pensar que no había hecho nada tan espectacular como para merecer un texto de casi una página. Un rato en casa los abuelos, mirar dibujos, esperar, ir al supermercado. El fin de semana siempre era bastante lo mismo y cada lunes, vuelta a empezar, intenta hacer un relato interesante de un sábado y domingo de niña que se pasa la mitad del día aburrida. Cuando ya era un poco mayor opté por inventármelo todo (respetando un principio que entendí sin conocer, la verosimilitud): excursiones a ríos o fiestas de primas en ciudades vecinas. Siempre he sido un poco mentirosa y quizás ya empezaba a interesarme por la ficción literaria.

Siempre he sido un poco mentirosa y quizás ya empezaba a interesarme por la ficción literaria

Puede pasar un poco lo mismo cuando te preguntan qué harás por la verbena de Sant Joan, por fin de año, dónde vas de vacaciones este verano. Momentos señalados en el calendario, obligación de gozo, espectacularidad y fotografías memorables. Si no tienes claro qué harás o si no quieres ir a ningún sitio, pareces alguien ignorante, que no tiene inquietudes y no quiere ver mundo. Todo un año de trabajo que desemboca en un destino clásico o exótico, original o muy poco turístico y desconocido que dibuje admiración y una chispa de envidia en los ojos de quien escucha tus planes. Evidentemente, el turismo estival es una de las grandes conquistas de clase. Cubiertas las necesidades básicas y con cierta capacidad de ahorro, la clase obrera se convertía en clase media y se podía permitir una semana en familia en la playa de Salou.

Me pregunto hasta qué punto sentimos como una obligación social el viaje de las vacaciones de verano: anunciarlo, mostrarlo de manera cuidadosamente seleccionada en las stories de Instagram

Pero hemos dejado atrás la consolidación del turismo con cuatro hileras de parasoles a una hora y media de casa. Un día cualquiera de agosto hay más de 30.000 aviones en el espacio aéreo europeo. Y me pregunto hasta qué punto sentimos como una obligación social el viaje de las vacaciones de verano: anunciarlo, mostrarlo de manera cuidadosamente seleccionada en los stories de Instagram. Hacer evidente que se han visto las puestas de sol más espectaculares y se ha remojado la piel en las aguas más claras, que se han degustado los mejores platos de comida y se ha bebido vino en las plazas más bohemias. Tener alguna cosa para enseñar o para explicar. Al final es una manera más de diferenciación porque el tipo de turismo al cual puedes acceder te posiciona en una jerarquía de estatus. Incluso en un ranking de saber aprovechar la vida y acumular experiencias en un lugar que cada verano es más idílico que el anterior. Por eso después te encuentras justificándote mientras explicas que te quedarás en el pueblo, que irás por aquí y ya veremos, sobre la marcha. Y aquel castigarte después por no haber planeado el gran viaje, tengas o no dinero, tengas o no tengas ganas. Que quizás eres feliz en casa sin que te mareen y no eres ni mejor ni peor que los plantan la toalla en una playa de Indonesia.

A menudo me pregunto si la gente haría el mismo tipo de vacaciones si la condición fuera que no pueden colgar ni una captura ni pueden explicar algo

A menudo me pregunto si la gente haría el mismo tipo de vacaciones si la condición fuera que no pueden colgar ni una captura ni pueden explicar algo. Si fuera solo para ellos y no lo supiera nadie. Al final, somos el relato que explicamos de nosotros mismos (leía que hay un porcentaje importante de gente que tiende a exagerar lo que corresponde al viaje de verano). Somos el relato que explicamos y todavía más lo que construimos en las redes, con nuestro buen gusto, nuestro ingenio. Muy a malas, siempre podéis hacer como yo con las redacciones del fin de semana. Y con un poco de gracia, unos pies en el agua tanto pueden ser Salou como una playa de Bali.