Madrid, 30 de noviembre de 1833. La Gazeta de Madrid, el precedente del BOE, publicaba un Real Decreto, firmado por la regente María Cristina de Borbón, que dividía el Reino de España en 49 provincias. Pero, mientras que los territorios de la antigua Corona castellano-leonesa, conservaron —con pequeñas alteraciones— su denominación y sus límites históricos (la provincia, propiamente), que en la mayoría de los casos remontaban a la Edad Media, los países de la extinta Corona catalano-aragonesa fueron troceados y provincialitzados con un propósito puramente asimilacionista. Catalunya, convertida en una provincia después de la ocupación borbónica de 1714, fue cuarteada con el objetivo de multiplicar el aparato administrativo-represivo español y de españolizar el país. El mapa político de España de 1850 es un testimonio de aquel propósito.

Mapa de Catalunya (1837). Fuente Cartoteca de CatalunyaMapa de Catalunya (1837) / Fuente: Cartoteca de Catalunya

Las fuentes generalistas atribuyen a Javier de Burgos, un periodista liberal y un entusiasta de Josep I Bonaparte, el proyecto de provincialización de España, o mejor dicho, de la expansión del modelo territorial castellano en la España Asimilada, que, por decir algo, dicen que se inspiró en la división departamental francesa. Pero ni es Burgos el inventor de la "criatura", ni es Francia la que inspira el troceo del España Asimilada. Veintiún años antes (1812), las Cortes de Cádiz, el refugio de los sediciosos contra la autoridad de José I y de los rebeldes al régimen bonapartista (recordamos que Fernando VII se había vendido y cobrado a satisfacción la corona española), ya ensayaron un proyecto de provincialización. Y recordemos, también, que en aquellas cortes los representantes catalanes, valencianos y baleares fueron objeto constante de burla por su acento.

Aquello quedó en nada, principalmente porque el mismo año (1812) Catalunya había sido incorporada al Primer Imperio francés como una región más. Ni siquiera con la retirada napoleónica y el retorno de Fernando VII (1814). El llamado "rey felón" (rey traidor) restauró el antiguo régimen: con un golpe de culo (el de poner las nalgas en el trono de Madrid) tumbó todas las leyes promulgadas por aquellas pintorescas cortes (la Constitución —llamada "la Pepa"— incluida). Ahora bien, durante el llamado Trienio Liberal (1820-1823), instaurado por la vía del golpe de estado, hubo un nuevo intento de provincialización (1822) que tampoco prosperó. No sería hasta la muerte de Fernando VII y el estallido de la I Guerra Carlista (1833-1840) que el presidente del gobierno Martínez de la Rosa resucitaría el proyecto con el único propósito de estandarizar el Reino y reforzar el poder central.

Mapa de la provincia de Tarragona con reseña geogràfica e històrica (1875). Fuente Cartoteca de CatalunyaMapa de la provincia de Tarragona con reseña geograáfica e histoórica (1875). / Fuente: Cartoteca de Catalunya

"La provincia se transforma en instancia clave de la articulación del país", proclama el preámbulo de aquella ley. Es decir, la capitanía general de Catalunya —en Barcelona— que desde la Nueva Planta borbónica de 1717 concentraba los poderes civiles, militares y judiciales se multiplicaba por cuatro. Eso implicó un desembarque formidable de funcionarios españoles que se presentaban como una renovada élite colonial, pretendidamente culta y refinada, y manifiestamente engalanada con la universal cultura española. Radicalmente contrapuestos al perfil del funcionario colaboracionista catalán, corrupto, tronado y folclórico (el hazmerreír de las cortes de Cádiz). Por no decir del "paisano catalán", rústico e iletrado, perdido en la tiniebla de la ignorancia y de la obsolescencia, porque no conocía la luz que irradiaba "la universal lengua española", madre de la "patria española".

En este sentido es muy reveladora la información que aparece en uno de los primeros atlas cartografiados después del troceo de Catalunya (1875). Las cuatro "provincias" catalanas son presentadas individualmente como entes totalmente diferenciados. Y las ridículas figuras folclóricas que ilustran el texto se presentan, también, con elementos bien diferenciados. Pero lo más grotesco llega con la reseña geográfica. Por ejemplo, de los habitantes de la "Provincia de Lérida" se dice que: "son honrados, dóciles, activos, económicos (...), amantes de su país (...). Usan el mismo dialecto (...) derivado del antiguo lemosín”. Queda la duda (o no) del significado de conceptos tan pintorescos como "dóciles" (¿domesticados?), "económicos" (¿baratos?) o “amantes de su país” (¿de qué país?); pero lo que es seguro es que Hergé, en Tintín en el Congo no lo habría explicado mejor.

Mapa de la provincia de Lleida con reseña geogràfica e històrica (1875). Fuente Cartoteca de CatalunyaMapa de la provincia de Lleida con reseña geográfica e histoórica (1875) / Fuente: Cartoteca de Catalunya

Las reseñas de las otras tres "provincias", también se revelan como un ejercicio de antropología "económica" y supremacista. En la de Tarragona no se hace ninguna mención al "dialecto", pero se dice que: “celebran las fiestas religiosas con gran ostentación (...), aman la danza con tamboril (...), forman columnas de hombres unos encima de otros (...), salen a la caza del paraus, tiran redes a las aves que van de paso”. En la de "Gerona" se dice que son “religiosos, caritativos, morigeradores (...), hablan su dialecto derivado del antiguo lemosín, habiendo introducido algunas palabras francesas”. Y, la culminación del despropósito llega a la de Barcelona que es descrita como la única "provincia" de naturaleza catalana; pero insistiendo, de nuevo y a excepción de la de Tarragona, en que  “el dialecto del país (¿de qué país?) es un derivado de la antigua lengua lemosina”.

El Real Decreto de 1833 no tan sólo dividió a los catalanes en cuatro esperpénticas entidades (e identidades, que era su verdadero propósito), sino que también trituró por el medio y por los bordes varias comarcas históricas y económicas (aquí si, en el auténtico significado del concepto). La Cerdanya, que las monarquías francesa e hispánica habían partido por el medio en la revisión del Tratado de los Pirineos (1660) —también se puede decir que Madrid la regaló a París a cambio de la paz en una guerra que había empezado Olivares—, fue mutilada entre las "provincias" de "Gerona" y de "Lérida". Y en este caso, y siguiendo las reseñas del pintoresco atlas español de 1875, constatamos que, a ojos de aquel liberalismo español, inequívocamente nacionalista y supremacista, entre Puigcerdà y Bellver había unas diferencias abismales: unos eran "caritativos" y los otros eran "económicos".

Mapa de la provincia de Barcelona con reseña geogràfica e històrica (1875). Fuente Cartoteca de CatalunyaMapa de la provincia de Barcelona con reseña geograáfica e histoórica (1875) / Fuente: Cartoteca de Catalunya

Las rayas divisorias de las cuatro "provincias" son una tragicomedia. La Segarra, trinchada en tres añicos: Cervera en la "Lérida dócil y económica", Calaf en la "Barcelona catalana", y Santa Coloma de Queralt en la "Tarragona de tirar redes a las aves de paso". Y El Penedès, la misma historia. Vilafranca y Vilanova en Barcelona; y El Vendrell, en Tarragona. La Catalunya central quedó desdibujada. Manresa y Vic que en 1833 tenían el mismo peso demográfico y económico que Lleida, Tarragona o Girona, quedaron disueltas (las ciudades y sus hinterlands) dentro de la "Provincia de Barcelona". De Burgos justificó la pretendida racionalidad de su dibujo argumentando que el radio entre capital y límite provincial era de un día de viaje. El caso de la Seu d'Urgell o de Vielha, a cuatro y cinco días de Lleida, delata la diferencia entre pretexto y propósito.

En el impase entre el segundo (1822) y el tercero (1833) intento de provincialización, Aran perdió la institución propia de gobierno. El Conselh Generau d'Aran —que sorprendentemente había resistido la tormenta borbónica de 1714— se reunía por última vez el 2 de septiembre de 1827. Pero la culminación de la mala fe política y del ridículo más espantoso es el dibujo de la "Provincia de Tarragona". De la Rosa, acopló las Terres de l'Ebre —con Tortosa, un caso similar en Manresa o en Vic— dentro de una entidad que sólo existía en su estrambótico pensamiento. Reus, con 30.000 habitantes y Tortosa, con 25.000 —segundos y terceros centros demográficos y económicos catalanes—, quedarían relegadas por Tarragona, con 10.000 residentes y con el único argumento de que era sede archidiocesana y plaza militar de primera categoría. Todo, no muy liberal, y sí muy español.

Mapa de la provincia de Girona con reseña geogràfica e històrica (1875). Fuente Cartoteca de CatalunyaMapa de la provincia de Girona con reseña geográfica e histoórica (1875) / Fuente: Cartoteca de Catalunya

Tanto que cuando Franco —durante la Guerra Civil (1936-1939)— iniciaba la ocupación del país (noviembre de 1938) y suprimió el Estatuto, no se refirió nunca a Catalunya, ni siquiera a la "región catalana", sino que proclamó que “las cuatro provincias catalanas se regiran con los mismos derechos y obligaciones que sus hermanas españolas”. Tant que, la cantarella “Cataluña, cuatro; Barcelona, Tarragona, Lérida y Gerona”. Eso nos transporta inevitablemente al ideario represivo nacional-católico de la escuela franquista; la del "para servir a Dios y a usted"; la del "hábleme usted bien, que yo pueda entenderle", y la de "la letra, con sangre entra". Y tanto que la provincialización de Catalunya ha engendrado y alimentado el negacionismo de la realidad nacional catalana (la navarrizació de Catalunya): frankesteins sociológicos como el leridanismo, el tortosinismo o el tabarnismo.

Imagen principal: Mapa político de España (1850) / Fuente: Biblioteca Nacional de España