En la Isla de los Faisanes (Reino de Navarra), el 7 de noviembre de 1659, hace casi 360 años, se reunían los representantes diplomáticos de las monarquías francesa e hispánica para poner fin a la Guerra de los Treinta Años (1635-1659). Aquel conflicto, lejos de ser uno más de los muchos que asolaban la Europa de la época, había sido fabricado para dirimir el liderazgo continental. Fue un gran conflicto, probablemente la verdadera primera guerra mundial, que marcaría el ocaso de la monarquía hispánica y el alba de la monarquía francesa, las dos fieras del tablero continental. El Tratado de los Pirineos, firmado en la Isla de los Faisanes, dibujaría un nuevo escenario de jerarquías: viejas estrellas que perdían su papel protagonista y viejos secundarios dispuestos al relevo, sin olvidar la Guerra de los Segadores (1640-1652), nombrada en la cancillería de Madrid "guerra de separación de Cataluña" que, incrustada en aquel conflicto, se convertiría en un elemento desequilibrante.

El falso mito de la frontera geodésica

La historiografía española, la nacionalista, se ha esforzado hasta la extenuación en justificar aquel retroceso militar y diplomático. Se han escrito miles de líneas y párrafos explicando que Francia buscaba desesperadamente las "fronteras naturales" para fijar sus nuevos límites. Nada más lejos de la realidad. Las fuentes documentales revelan que la ambición francesa iba mucho más allá de fijar el límite en los Pirineos. Las mesas de la cancillería de París estaban llenas de mapas, naturalmente de fábrica reciente, que inspiraban a la Francia carolingia, la de Carlomagno, que ocho siglos antes había dominado media Europa. Luis XIV y Mazzarino —su ministro plenipotenciario— no tenían ningún interés en ganar tan sólo el dominio de una pequeña parte de Catalunya. Su prioridad eran los Países Bajos hispánicos, la actual Bélgica. Entonces: ¿por qué aceptaron el Roselló? O mejor dicho: ¿por qué Madrid regaló el Roselló a París?

Planos franceses de las villas fortificadas de los condados catalanes norte pirenaicos (1692). Fuente Cartoteca de Catalunya

El Juego de la Paz / Fuente: Bibliotèque Nationale de France

¿Quiénes eran los negociadores de Felipe IV?

Para explicar la cuestión tenemos que centrar la atención en aquellos personajes que se sentaron en aquella mesa de negociación, sobre todo en los hispánicos. Y tenemos a Luis Méndez de Haro, sobrino del conde-duque de Olivares, que veinte años antes había sido ministro plenipotenciario del rey hispánico Felipe IV y el principal responsable de la crisis social y económica que había conducido a la revolución catalana de 1640. Méndez de Haro no fue solo a la isla de los Faisanes, pero si que fue el jefe de aquella pintoresca legación diplomática formada, naturalmente, por personajes de la clientela cortesana de Olivares; en la actualidad sería el equivalente a decir del mismo partido político o, incluso, del mismo grupo empresarial. En aquella terna de subalternos destacaba, si se puede llamar de esta forma, Pedro Coloma y Escolano, hijo de un secretario de Felipe IV del tiempo de Olivares; es decir —y para decirlo en la versión castiza del lenguaje cortesano de Madrid- un "palanganero" del conde-duque.

¿Quién era Méndez de Haro?

Méndez de Haro era también el heredero político de Olivares. El conde-duque había caído en desgracia en 1643, en pleno conflicto catalán de los Segadores, arrastrado por sus fracasos militares y precipitado por sus enemigos políticos. Pero el "partido Sandoval" (la clientela del conde-duque) estaba tan aferrada al poder y la corrupción estaba tan generalizada en aquella corte, que la monumental crisis Olivares se resolvió con un discreto relevo tío-sobrino. Cuando Méndez de Haro regaló el Rosellón en Francia, naturalmente en nombre del rey Felipe IV, hacía dieciséis años que era valido del rey, es decir, ministro plenipotenciario. Además de todo eso, era uno de los latifundistas más ricos de Castilla: su relación de rentas tenía 162 páginas, y delata que tenía ingresos anuales superiores a los dos millones de ducados, el equivalente al presupuesto anual de los 50.000 Tercios de Castilla que salvaban para Europa y su testamento tampoco se quedaba corto: 68 páginas.

Mapa francés de Francia desprendido de las incorporaciones territoriales de 1659 y de 1713 (1716). Fuente Bibliothèque Nationale de France

Mapa de Francia después de las incorporaciones de 1659 y 1713 / Fuente: Bibliothèque National de France

Méndez de Haro y Catalunya

Méndez de Haro tenía una curiosa relación con Catalunya. Era el yerno de Enric de Aragón, duque de Cardona y primer virrey de Catalunya después de los hechos del Corpus de Sangre (1640). Es decir, era el yerno del primer virrey hispánico de la etapa revolucionaria catalana y sus hijos eran beneficiarios de una parte de la herencia Cardona, una de las más importantes de Catalunya. Además, durante la Guerra de los Segadores (1640-1652), en su condición de valido había dirigido las tropas de Felipe IV durante el asedio y ocupación de Barcelona (1652), y había sido el máximo dirigente de la maquinaria represiva hispánica en Catalunya: el verdugo de Felipe IV. Una joya que, en plena guerra, ya había dado muestras de su particular perfil: en más de una ocasión se había dirigido —a través de misiva diplomática— a los consellers de la Generalitat denominándolos "víboras traidoras".

Víboras traidoras

Méndez de Haro no sería el inventor, pero si uno de los principales fabricantes de la cultura punitiva forjada durante la "guerra de separación de Cataluña" (1640-1652) y plenamente instalada en tiempo del Tratado de los Pirineos (1659). Una curiosa cultura cortesana de castigo en Catalunya —en las "víboras traidoras"—, elevada a la categoría de liturgia oficial. Al rey Felipe IV, lo valido Méndez de Haro, el palanganero Coloma y el resto de subalternos, "hidalgos y otras gentes de mal vivir", también en el lenguaje castizo de la corte madrileña— bebían hasta la embriaguez de la ideología de la venganza; de la "traición, con traición se paga". No sería Pau Claris, el presidente de la Primera República catalana (1641), quien regalaría el Rosellón al Borbón de Versalles. Ni siquiera aquella efímera república que hacía 18 años que estaba soterrada sería la causante. Sería la cultura de la venganza y la política de la bilis.

Felipe IV y Méndez de Haro. Fuente National Gallery y Universitat de Heildelberg

Felipe IV y Méndez de Haro / Fuente: National Gallery y Universidad de Heidelberg

Mazzarino lo sabía

El Tratado de los Pirineos (1659) marcaría el inicio del ocaso del "imperio donde nunca se pone el sol". De la misma forma que el Tratado de Utrecht (1713), que pretendía poner fin a la Guerra de Sucesión hispánica (1705-1715), condenaría a España a la segunda división de las potencias continentales, en ambos casos, con un potente conflicto catalán incrustado, un decalaje que las clases extractivas españolas históricamente se han negado a reflexionar. Porqué a esta altura de la película —por no decir de la historia— nadie se traga que en el lado negociador hispánico ni el rey, ni el valido, ni el palanganero ignoraran la ley (jurada por Felipe IV y todos sus ancestros) que prohibía la alienación de un palmo de tierra catalana sin la autorización de las Cortes de Catalunya. Mazzarino, el ministro plenipotenciario de Lluis XIV de Francia, lo sabía y su terna diplomática, formada por los "catalanísimos" Peire de Marca y Bernard du Plessis, también.

¿"Rosellón español"?

Casi todos —por no decir todos— los mapas franceses de Catalunya dibujados entre 1659 (Tratado de los Pirineos) y 1713 (Tratado de Utrecht) incluyen los condados norcatalanes de soberanía francesa como un todo. O como si el Tratado de los Pirineos tuviera una naturaleza de provisionalidad, un curioso detalle que revela la verdadera intención de Mazzarino. Francia quería la totalidad de los Países Bajos hispánicos, pero no renunció a la oferta española que le cedía Arras y Luxemburgo: era una "pica en Flandes", y nunca mejor dicho. Francia quería, también, la totalidad de Catalunya, pero no renunció a la oferta española que le cedía los condados catalanes del norte de los Pirineos: era un pie para reeditar la carolingia Marca de Gotia y la monarquía hispánica la única cosa que quería era escarmentar a Catalunya. En la isla de los Faisanes salieron todos ganando. Menos los catalanes. Puede ser la causa de que en el imaginario nacionalista español no exista el disparate "Rosellón español".