La clave de la nueva ficción teatral de Jordi Galceran es que sus protagonistas son cuatro mujeres y su reto un hito mayúsculo. Y que su punto de partida es cierto: nunca una cordada de mujeres ha ascendido el FitzRoy, una montaña de 3.405 metros ubicada en la Patagonia sur, entre Argentina y Chile, y que resulta ser una de las ascensiones más complicadas del mundo por la proliferación de paredes verticales. Seguramente por eso la obra FitzRoy ha roto esquemas y no se ha permitido ni una noche de butacas vacías. No es porque sea la primera comedia del autor en 10 años ni porque la haya vuelto a dirigir Sergi Belbel —que también—, sino porque es un elenco totalmente femenino el que defiende con uñas y dientes un texto que intenta sobreponerse al olor a cerrado que emana de él a ratos. Estas cuatro escaladoras profesionales reconocidas interpretadas por Míriam Iscla, Sílvia Bel, Sara Espígul y Natalia Sánchez quieren ser las primeras en conseguir semejante logro, pero vuela por el ambiente un leve paternalismo que el carácter escénico de las intérpretes es capaz de desmontar con mayúsculas.

La acción empieza durante un momento de parón debido al mal tiempo y con las alpinistas resguardadas en un saliente de la roca a la espera de mejores condiciones para seguir con la misión. Ese cuadro bucólico, con un montaje escénico que representa las rasgaduras del monte con una credibilidad despampanante, será el encuadre de todo lo que pasará en las próximas horas. En el centro están Júlia, Laura, Cati y Anna jugando a la “frase maldita” —ese juego en el que cada miembro debe completar una frase con una nueva palabra para ejercitar la memoria y matar el rato— y haciendo tiempo para seguir las directrices de Sergi —le pone voz Jordi Boixaderes—, que lo controla todo desde abajo. Siguiendo la lógica inicial de la obra, también podría haber sido una mujer quien lo hiciera, cerrando el círculo de un mundo utópico sin hombres, pero es que resulta que sin este varón en concreto no habría obra: todos los líos empiezan y acaban en su figura, aunque él no lo sepa todavía.

fitzroy

Sería estúpido obviar que las dosis de humor tienen un punto de cinismo y falocentrismo que miran de esconderse bajo la alfombra de la comedia. En algún punto, se despoja a alguna de las escaladoras de su épica gesta para mostrarlas como seres más frágiles que valientes, o se llega a recurrir a la figura de mujer histérica y obsesionada para inducir a la carcajada fácil pese a habernos tratado siempre a todas de locas por vicio. No es casualidad que frente a una de las montañas más salvajes del mundo y a punto de completar una heroicidad como el FitzRoy se deje entrever que las mujeres siempre sienten, piensan y actúan influenciadas por un hombre. La ecuación se salva por la interpretación de unas actrices que bordan sus diferentes personalidades, quien más quien menos, con mucha solvencia. Y no es que ya no se pueda hacer comedia de nada: pero, si se hace, que al menos se sea consciente de cuáles son sus raíces.

No es que ya no se pueda hacer comedia de nada: pero, si se hace, que al menos se sea consciente de cuáles son sus raíces

Iscla y Bel son las que tienen más peso en la obra, con unas dotes cómicas que estaban claros con la primera y que se han ratificado con nota en el sobrado carisma de la segunda. Probablemente, el hecho de que Sánchez, madrileña de nacimiento, clave el catalán como lo hace y haya sido proclamada como uno de los ejemplos mediáticos más brillantes de la inmersión lingüística de los últimos tiempos, ha sido un gran reclamo para que el público acuda a la sala con el orgullo por bandera. Y Espígul, aunque en momentos pueda parecer que no está en el escenario, lo llena en cada intervención con una fuerza irreverente. La empatía, la frustración, el coraje o la amistad acaban siendo también protagonistas entre bambalinas. Al final, lo que se saca de todo esto es que el auténtico hito no es la montaña: son ellas.