De alguna manera, con Jurassic World: Dominion vivimos un proceso similar al de los personajes de esta saga millonaria. Cuando, hace casi 30 años, el visionario doctor John Hammond abría las puertas del Parque Jurásico, imaginaba un mundo utópico en el que humanos y dinosaurios convivirían en un reducto de la naturaleza. Las ambiciones propias de quien sueña con sacos de monedas vería, entonces, sus infinitas posibilidades de enriquecerse, sin importar las consecuencias, los cadáveres o los desastres ecológicos. A la saga que vino con el éxito de Steven Spielberg, el signo del dólar también ha pasado por delante de cualquier fidelidad al espíritu de la primera peli, a la magia del descubrimiento con el que creció toda una generación de espectadores. Ninguna novedad, así funciona Hollywood. Pero, en todo caso, parecía que el mundo Jurásico había sido capaz de mantener cierto nivel: la segunda parte, de nuevo en manos de Spielberg, o la quinta, fabulosa (y, a su manera, innovadora) mirada al universo de los saurios de nuestro J. A. Bayona, eran películas que ofrecían mucho más que el seguimiento formulario al que obliga el código no escrito de las secuelas.

Ahora, con Jurassic World: Dominion, abrimos los ojos y nos damos cuenta de que, como le pasó a Hammond con el milagroso renacimiento de unos seres extinguidos, la cosa se les ha ido definitivamente de las manos. Ya no es que, cinco películas más tarde, no quede ningún rastro de la poética que acompañaba el terror y la aventura del primer Parque Jurásico, responsabilidad directa de uno de los grandes cineastas de la historia del cine. Es que esta nueva entrega parece reflejarse más en Fast & Furious que en el blockbuster inteligente y emocionante parido por Spielberg a mediados de los años 70, con la referencial Tiburón.

Cartel de Jurassic World: Dominion
Cartel de la película.

La apuesta por la acumulación, por la montaña rusa que te revuelve el estómago y el cerebro, por la sucesión sin descanso ni sentido de escenas con mucha adrenalina, modifica genéticamente el espíritu jurásico para ofrecer un batiburrillo que mezcla, sin mucha preocupación por disimularlo, referentes sin fin: más allá de los kaijú, que en realidad han estado en el imaginario de la saga desde el primer día (y que aquí copia sin manías alguna escena inspirada de la propia franquicia), a ratos los guionistas miran hacia las aventuras de Indiana Jones (aquel momento en el que Sam Neill pierde el sombrero, aquel momento), a momentos nos viene a la cabeza Alien, la boca abierta llena de dientes y babas, muy cerca de una cara humana. A veces se inspiran en el cine catastrófico de los 70 (la plaga de langostas mutantes que recuerda a El enjambre). En ocasiones, como toda aquella larga secuencia en Malta, donde los protagonistas rastrean una red de tráfico ilegal de dinos, Jurassic World: Dominion se transforma en una peli de James Bond, o de Jason Bourne, en la Misión Imposible de un Chris Pratt que conduce la moto como Steve McQueen en La gran evasión. Incluso la desvergüenza de los responsables del filme convierten la sufrida Bryce Dallas Howard, en una escena en la jungla, en hija bastarda del Schwarzenegger de Depredador y del Brando de Apocalypse Now. La receta del refrito es rica en grasas saturadas.

La multiplicación descontrolada de tensión narrativa acaba agotando al personal y silenciando el gran tema de la saga: pasarse la ética por el forro a la hora de aplicar las posibilidades de la biogenética

El objetivo de todo es no dejar respirar (ni pensar) al espectador, y si destrozamos el espíritu de la saga, tal día hará un año. La pereza se apodera de los guionistas (Emily Carmichael y el propio director Colin Trevorrow) desde la misma premisa, recogida del anterior Jurassic World: El Reino Caído, la de Bayona: el final de esta hacía adivinar, y Dominion lo confirma, un planeta con dinosaurios haciendo de las suyas por todas partes. Al mismo tiempo, los habituales Owen (Chris Pratt) y Claire (Bryce Dallas Howard) se han convertido en padres adoptivos de aquella niña clonada (Isabella Sermon), y viven en un pueblecito de leñadores de Sierra Nevada (California), junto a un bosque donde se pasea Blue, el velociraptor entrenado por Owen en el primer Jurassic World. Pero desde los primeros minutos el filme desaprovecha las infinitas posibilidades que podrían abrirse, y poco a poco va empujando a los protagonistas hacia una isla remota, proyectada para reubicar a los saurios multiplicados como conejos, y propiedad de un conglomerado empresarial tecnológico presidido por un señor que recuerda ligeramente a Bill Gates (o a Bezos, o a Musk, o a los tres) —qué novedad— y que planea controlar el suministro mundial de alimentos.

A partir de aquí, el caos, la patada adelante, el ruido y la multiplicación descontrolada de tensión narrativa, que acaba agotando el personal y silenciando el gran tema de la saga: pasarse la ética por el forro a la hora de aplicar las posibilidades de la biogenética. Ninguna personalidad, ningún sello. Y el pozo es todavía más fondo si comparamos Dominion con El Reino Caído, donde Jota Bayona dejaba huella en un oscurísimo segundo acto situado en una mansión gótica con aires de orfanato, reduciendo la presencia de bestias y jugando desacomplejadamente con las herramientas del cine de terror, y ofreciendo un momento sublime (la niña clon tapada hasta las cejas dentro de la cama, con la sombra amenazadora del indoraptor proyectada sobre la pared), espejo de Un monstruo viene a verme, una escena a la altura de la de los velociraptors en la cocina del primer Jurassic Park de Spielberg.

Ni siquiera funciona el guiño nostálgico que supone la reaparición de Sam Neill, Laura Dern y Jeff Goldblum (que ya sacaba la cabeza en El Reino Caído), el trío protagonista de las primeras pelis jurásicas, que aquí se pasea como quien vuelve a aquel idílico pueblecito de playa donde veraneó de pequeño y se encuentra con miles de guiris vomitando por las esquinas. Dice Frank Marshall, el productor de la cosa, que Jurassic World: Dominion no es el final de nada, más bien un reinicio. Le damos la razón: una nueva era, un mundo que ha dicho, definitivamente, adiós a la inocencia y a la magia.