La nueva exposición de Jaume Plensa (Barcelona, 1955) es lo contrario a un campo de batalla: un espacio diáfano y poblado de silencio para dar un paseo tranquilo a las 5 de la tarde. Es casi imposible, caminando entre estos grandes rostros serenos de ojos cerrados, imaginar que a tan solo unos 3.000 kilómetros de nuestra vida corriente y puntualmente aburrida se esté librando una guerra estúpida. “Hay mucha gente muriendo en Ucrania, muchos lugares a los que no volver; a veces no sabes cómo el arte puede ayudar, y creo que los rostros son un buen homenaje a las imágenes dramáticas de mujeres y niños que van al exilio, a esos hombres que se han quedado para defender su país, su casa y su trabajo: es un malentendido absoluto”. Sin saber que la barbarie más absurda explotaría en el este de Europa, parece que el artista supiera exactamente cuándo el mundo necesitaba ver unas obras que han estado tres años escondidas en su estudio: justo en un momento de la historia en el que necesitamos parar, callar y reflexionar.
El escultor catalán acaba de presentar Chaque visage est un lieu (Cada rostro es un lugar), la muestra con la que ha inaugurado la nueva remodelación del Museo de Arte Moderno de Céret, en la Catalunya Nord. Con un conjunto de una decena de esculturas y 20 dibujos originales de gran formato, Plensa ha indagado en las diferentes culturas para ratificar que el rostro es el denominador común de todo ser humano, un retrato del alma que también es una puerta a los demás. “El rostro es la parte de nuestro cuerpo que es muy difícil de vernos, así que es el regalo hacemos a los otros”, explica, y añade que nuestra cara es un alfabeto de signos “ con sus tics, la forma en la que mueves la boca, los ojos…” de una riqueza enorme que nos permite entendernos con los demás sin palabras. El artista condensa el relato de la humanidad en ese mensaje en una botella que es para él la escultura, en el que “el mensaje es importantísimo pero la botella es clave”.
El artista pasando por delante de su obra de malla Lou y Julia. / David Borrat
Al entrar en el museo, el primer vestigio de su huella es un rostro de mujer que da la bienvenida desde el recibidor. Se parece a la impresionante Water’s soul de Nueva Jersey, inaugurada el pasado octubre a orillas del río Hudson, aunque a pequeña escala: el pelo recogido en un moño, los ojos cerrados y un dedo colocado humildemente en los labios pidiendo silencio. “Empiezo con silencio y termino con silencio”, dice, porque esta es precisamente una de las obsesiones del autor: invitar a la gente al silencio pero “no para hablar, al contrario, para escuchar mejor y entender nuestros pensamientos”. Quizás por eso su exposición es un rezo a la unidad que surge del vínculo comunitario, de la necesidad de hablar de lo invisible y de lo incontable, de todo lo que está por encima de nosotros y que la materia puede resolver. “Cuando habéis entrado todos, vuestros rostros han completado la exposición; yo he sugerido unos pero vosotros sois otros, y otros, y otros que irán llenando estos espacios”.
Jaume Plensa: "Los rostros son un buen homenaje a las imágenes dramáticas de mujeres y niños que van al exilio, a esos hombres que se han quedado para defender su país, su casa y su trabajo: lo de Ucrania es un malentendido absoluto"
A lo largo de la sala, diferentes retratos flotan incitando a la introspección en diferentes formatos, en malla, acero inoxidable o bronce, el material definitivo con el que el artista barcelonés consigue fijar el movimiento hasta convertirlo en una foto. Es lo que sucede con Rui Rui’s Word, ese rostro de mujer asiática de Shangai hecha de bronce fundido sobre madera y que reposa al final de la estancia. “Fijas el momento de la vida de una persona como en una foto, porque la madera se rompe, pero el bronce lo deja en un punto exacto que estabiliza la idea”, porque para Jaume Plensa la mayor obsesión de un artista es incrustar un instante y hacer que permanezca en el espacio y en el tiempo para siempre.
Como volver a la casa de nuestros abuelos
Si Céret es un sitio especial para el escultor catalán es, en gran parte, porque ha sido la cuna artística de algunos de los grandes nombres de las letras y el arte moderno. Pablo Picasso y Georges Braque compusieron una serie de cuadros considerados las obras maestres del cubismo en esta localidad de la Catalunya Nord, donde Chaïm Soutine pintó más de 200 paisajes y se desplazaron varias veces Auguste Herbin, Juan Gris o Maurice Loutreuil. Más tarde, huyendo de la Segunda Guerra Mundial, también llegarían a Céret el poeta Jean Cocteau o Albert Marquet. Un ir y venir de artistas que se materializó con el Museo de Arte Moderno del municipio en 1950, en un edificio que antes fue convento, gendarmería y prisión.
Más de una decena de rostros reposan en un espacio de 550 metros cuadrados. / Roberto Ruiz
Picasso donó al museo al 53 obras - incluida la famosa serie de cuencos taurinos -, Henri Matisse otros 14 dibujos realizados en Collioure y Joan Miró expuso ahí en vida. Antoni Tàpies pintó el Díptico mural expuesto en la entrada e incluso Salvador Dalí se dejó impresionar por sus relíquias. “Céret es como ir a visitar a tus abuelos, un lugar con una tradición enorme de gente, y es una gran responsabilidad exponer aquí por segunda vez”, dice quien ya expuso en el museo en 2015 con la muestra El silenci del pensament. En aquella ocasión, el espacio le permitió un juego de luces que ahora se ha tenido que adaptar a los dibujos colgados en la pared, creando un clima incierto entre el día y la noche sin ninguna teatralidad añadida. La exposición que hará en la galería Lelong de París en mayo será todo lo contrario.
Famoso por sus esculturas monumentales en calles de todo el mundo, Jaume Plensa sabe de sobras que la exposición en exteriores tiene muchos claros, pero también algún oscuro inevitable. “Las esculturas que están en el exterior están a la intemperie, como un vagabundo, y se desgastan”. Pero también es consciente que algunas obras urbanas son necesarias para influir en la consciencia de la gente. “El arte es transformador y la belleza, revolucionaria”, dice, emocionado, delante del gentío de carne y hueso que se entremezcla con los rostros callados de sus esculturas en los 550 metros cuadrados de la recién estrenada sala. Cada rostro es un lugar se puede visitar hasta el próximo 6 de junio y el artista barcelonés es consciente que lo que puede pasar hasta entonces es tan incierto como doloroso. “Tengo muchos amigos en Rusia y en Ucrania y es un malentendido absoluto, porque hay gente maravillosa en los dos países. Ojalá se acabe pronto y volvamos a una cierta civilidad, como diría Vicent Andrés Estellés”.